Nota editorial: Ordinaria, exposición presentada en Arte Actual FLACSO fue nuestra primera experiencia curatorial. El trabajo se realizó de manera coordinada con la artista quiteña Sofía Acosta (La Suerte) durante el mes de noviembre de 2018. En la realización surgieron discusiones sobre la creación de espacios seguros. Este proceso se convirtió en una oportunidad para revisar las conversaciones que giraron en torno a la búsqueda de métodos para garantizar la seguridad de las personas en el contexto artístico y académico. Esta contribución de Josué Durán H. nace a partir de estas indagaciones editoriales.
El punto de partida de esta declaración es mi convencimiento absoluto acerca de:
1) la existencia de un sistema patriarcal y machista que violenta sistémicamente a las mujeres, a las personas gay, queer y cualquier identidad de género que difiera de las heteronormativas;
2) la necesidad de la lucha feminista para conseguir una sociedad más justa;
3) lo profundo que las prácticas machistas están en nosotros –especialmente los hombres- y en nuestros códigos de conducta y;
4) que el camino que deshará esos códigos y esas costumbres paulatinamente deberá abandonar la práctica confrontativa –nuevamente, hablo, sobre todo, del papel de que tendrán que jugar los hombres- para convertirse en un proceso de autocrítica.
Las conmociones causadas por la violación de Martha en Quito y el asesinato de Diana en Ibarra me encontraron pensando en escribir un ensayo acerca de Tupac Amaru II y de Tupac Katari, dos líderes indígenas, el uno quechua y el otro aymara, que durante el siglo XVIII se rebelaron contra la corona española y fueron después brutalmente asesinados. Menciono este hecho porque desde el inicio sentí o presentí que había entre ellos un hilo conductor, una especie de articulación que los conectaba. Y no se trataba sólo de una equiparación basada en la violencia –a Martha no solo la violaron sino que hubo, en este hecho, un deseo de profanar su cuerpo, de humillarla; igualmente, cuando los colonos españoles (¿nuestros tátara-abuelos?) capturaron a los dos Tupac y a Bartolina Sisa y a Micaela Bastidas, sus cónyuges, no les bastó sentenciarlas a muerte, sino que también los hicieron espectadores de las vejaciones varias que sufrieron sus hijos, de las violaciones a sus hijas; y, una vez muertos, expusieron sus cuerpos (a Martha y a Diana también las grabaron y los videos estarán –están ya- circulando) como culminación de un gesto de poder, de dominación, de abuso a perpetuidad, sin redención, sin justicia.
Además de ese vínculo de que podríamos llamar de indiferencia, o más bien de justicia coartada, impedida -de los policías que se contienen de actuar- está también el vínculo de una promesa que otros se encargaron de hacer imposible. El vínculo que se me hacía visible al pensar que entre las fuerzas rebeldes de los Tupac casi la mitad de las comandantes eran mujeres; y que, hay quien asume –y quizá esa es la única verdad que deberíamos tomar como absoluta- que Bartolina Sisa era mucho mejor estratega que su marido y que el fracaso de su revolución se debió a que este último se negó a escucharla cuando ella proponía capturar La Paz y descabezar a los colonizadores foráneos. Estos pequeños hilos –que ahora intento reconvertir en un tejido comprensible- sin embargo se perdieron velozmente. Mis manos débiles, mi frágil pensamiento apenas se bastaban para contener gotas entre ese horror. Además, las imágenes se multiplicaban: en Twitter leía sobre 85 muertos en México que habían sido carbonizados, todos pobres, todos descendientes desposeídos de la colonización, varias mujeres, algunos niños. En Facebook rodaban por un lado las cabezas de hombres machistas –en la forma de sus fotos de perfil sumadas a los comentarios en los que ellos habían culpabilizado a las víctimas- y proliferaban los discursos emancipadores y feministas –con cuyos argumentos yo comulgaba y comulgaba- y, no obstante, una vez pasada la ira, o más bien, una vez menguada la ira, una vez que esta había dado paso a la tristeza y luego también al desconsuelo, intentaba yo volver a organizarme, a retomar esos hilos: la necesidad de darle un nombre a lo que seguía pasando.
Como a menudo me ha sucedido, esa forma o ese tapiz que andaba buscando no lo fui creando de a poco sino que llegó ya armado, como una imagen completa, completada. Se trataba de una escena, o de la rememoración de una escena, de la película Three Billboards Outside Ebbing, Missouri. Y aunque esa frase es también el título de una película no fue la película la que me permitió aclararme, sino solo una escena, o más bien el ritmo de esa escena: los tres anuncios, uno tras otro.
El primero decía ‘Raped while dying’ (‘Violada mientras moría’) y ese sintagma, que me obligaba a ver a Martha y Diana como un solo cuerpo torturado por la violencia patriarcal, concentraba lo que yo venía viviendo: la imposibilidad de una respuesta, el mutismo en el que uno parece caer cuando el punto final del patriarcado se nos hace incuestionable. La negación de la reciprocidad, la deshumanización, la afirmación de ‘el hombre’.
‘And still no arrests?’ (‘¿Y todavía no hay arrestos?’) decía el segundo anuncio y hasta llegar yo a verlo habían pasado ya unos minutos o quizá habían pasado algunos años en mi interior, quizá varias vidas habían pasado y, en esos minutos se habían sucedido los hechos: habíamos marchado con ira, habíamos dado seguimiento a una serie de procesos, habíamos llorado y habíamos clamado, y habíamos pedido justicia –en las discusiones familiares, entre los amigos, reunidos en alguna Plaza o frente a alguna corte, en alguna marcha o en nuestro muro de Facebook o nuestro feed de Twitter-, y aunque nuestras voces sonaban alto y hacían eco en las paredes y en las calles, tan pronto como dejábamos de gritar parecía que ya no estuvieran en ninguna parte. Y porque más las sentíamos vivas más las gritábamos, pero la respuesta era el silencio, a menudo en sus más ruidosas manifestaciones: la incomprensión, la repetición, la insistencia.
Entonces, el tercer anuncio decía: ‘How come, Chief Willoughby?’ (‘¿Cómo es posible, Jefe Willoughby’). La pregunta. La pregunta, la pregunta, la pregunta. ¿Cómo es posible? y también ¿Cómo hemos dejado que sea posible? ¿por qué no se acaba?, ¿en dónde, cómo, por qué podría acabarse?, ¿hasta donde llega?, ¿quién es ese tal Willoughby y acaso es él el culpable?, ¿Yo?, ¿nosotros?, ¿Cómo?, ¿por qué?, ¿quién enterró la cabeza desmembrada de Bartolina Sisa?, ¿en dónde quedaron sus manos, después de ser separadas kilómetros la una de la otra?, y ¿supo que se había equivocado Tupac Amaru cuando ya la habían descuartizado a ella o espero hasta el último minuto para decir ‘mierda, carajo, era yo el que se equivocaba’?
Hace unos meses una amiga que se llama Carolina Velasco me proponía que escribiera un artículo para una serie de reflexiones sobre feminismo. Su propuesta consistía en que yo –o algún autor hombre- escribiera sus complicidades con el machismo, las veces que había sido machista, aquello en lo que todavía seguía siéndolo. ‘Eso está difícil le dije’ (cobarde) y traté de evitar volver a ese tema. Luego, lograría justificarme diciéndome a mi mismo que cada quien debe escribir sobre lo que le motiva y que, a pesar de ser un feminista declarado, no tenía por qué entrar directamente al debate, que dejaba eso para las teóricas feministas, a las que seguro leería con gusto, después.
“Mierda, carajo, era yo el que se equivocaba”:
Cuando tenía 12 años me tiré de un despeñadero porque un amigo me dijo que lo hiciera ‘si era macho’. Me rompí el brazo.
Pocos después no quise ser novio de una chica que sí me gustaba porque otro amigo dijo que le parecía fea, que le decían ‘la elefante’.
Durante años (quizá todavía) seguí midiendo a las mujeres –casi exclusivamente- en función de su atractivo físico.
Más de una vez he dicho que una mujer es ‘perra’, ‘puta’, o me he referido a ellas como ‘hembras’.
He visitado prostíbulos para reafirmar mi frágil masculinidad en la negación de las mujeres que ahí trabajan, reduciéndolas mentalmente a objeto de consumo. He cosificado a mujeres en la calle, he gritado piropos e incluso comentarios denigrantes.
He sido infiel a mis parejas y he incentivado a otros hombres a serlo.
Hasta el día de hoy no saludo a la Rosita –la mujer que trabaja como empleada doméstica en la casa de mis padres- con un beso en la mejilla, sino solo con un movimiento de la mano.
Con mi hermano todavía nos insultamos de ‘marica’ o ‘maricón’.
He utilizado la ‘técnica’ de dar de beber para que ‘la cosa sea más fácil’. He sabido de hombres que la han llevado hasta su culminación –la inconsciencia de la mujer, la violación- pero no he dicho nada.
El discurso feminista a menudo me ha servido como movimiento conciliatorio, para sentirme bien conmigo mismo e incluso quedar bien, sin tener que transformar mis acciones y creencias profundas.
No he dejado de tener amigos machistas, mis recriminaciones no han pasado de ser ‘opiniones’.
Aun hoy cuando nos reunimos con la familia ampliada me ‘dejo servir’ de mis tías, abuelas y primas. Es más, cuando ‘ayudo’ me encargo de hacerlo notar, de hacerme aplaudir por ese ‘gesto’. He creído que merezco ese aplauso.
Quizá también a menudo utilizo el feminismo con un afán parecido, porque, paradójicamente, como hombre el feminismo ‘me da seguridad’.
Y la lista podría seguir por un rato. Pero esta no es una confesión, ni un proceso de expiación. Creo haber dejado claro ya que no creo que exista expiación que pueda finalizarse en el discurso. Ni en los gestos. Este podría ser también un gesto vacío. Aun la pregunta ‘¿Por qué, señor Durán?’ que me interpela, se me presenta imposible y es por eso que intento responderla: enumerando, primero; enumerándome en mi machismo y reconociéndome en eso, también.
Mañana, quizá, rodarán finalmente nuestras cabezas, y solo así, si logramos morir hoy machistas, matarnos nosotros mismos, podremos nacer nuevamente mañana. Y sólo así volveremos y seremos millones.