“En el mundo animal mirar es confrontar. En nuestra especie es aceptable que el que mira, que su mirada vaya en un solo sentido: el hombre mira a la mujer. La mirada es un privilegio masculino, y lo visible es privilegiado en la cultura occidental. Pero ¿“que” si el objeto (de la mirada) empezará a hablar? Que quiere decir también a ver…” Mira Schor en su ensayo “Representation of the Penis” (1988)

Un domingo en la mañana, hace ya un par de años, miro el primer capítulo de la primera temporada de Top of the Lake dirigida por Jane Campion: la primera mujer en recibir una Palma de Oro en el Festival de Cannes, en 1994 por El Piano. Top of the Lake empieza con un plano abierto, un paisaje líquido. Una niña recorre un camino empedrado en bicicleta hasta llegar a la orilla de un lago: árboles fríos y montañas puntiagudas lo rodean como si de alguna forma lo protegieran. Ella se desprende de su saco. Se queda parada por un momento mirando al horizonte. Camina hacia el lago. Me la imagino como a Alfonsina Storni, con su soledad yendo a buscar criaturas en el agua. Camina decidida a perderse en el agua. A hundirse, a desaparecer. Tui tiene doce años e intuye que hay algo creciendo dentro de su vientre. El miedo la paraliza. El agua helada entumece sus dedos. Llega hasta que la mitad de su cuerpo se encuentra sumergida. La cámara desciende; dentro del lago la niña encoge sus puños, los aprieta fuerte como queriendo empujar el valor hacia sus piernas para seguir; o como queriendo no sentir más frío y así poder sumergirse entera. Tui se queda allí, con su cuerpo en la mitad, con sus dedos congelándose hasta que desde la carretera alguien que la conoce la ve y hace parar el bus en el que va, y corre para sacarla del lago. Luego la lleva a la escuela y de la escuela, una vez que se enteran que está embarazada, pasa a la comisaría. Ella reposa su cabeza sobre la mesa, callada, mirando al vacío como si se arrepintiera de no haber sido más valiente, de no haberse entregado al lago sin dudar. Un grupo de hombres policías la custodian rodeándola y mirándola desde arriba, con un poco de desdén y aburrimiento. La detective Robin Griffin irrumpe en la escena pidiendo a todos los policías que se retiren y que luego tapen todos los vidrios para que así ella pueda conversar con Tui a solas. Ubica una silla junto a ella, y con una voz baja y tierna le ofrece a Tui un caramelo.

Veo todos los capítulos en el día. Tengo la certeza de que si los miro de noche tendré que pasar despierto toda la madrugada y me pregunto: ¿Qué en esta serie tiene la capacidad de arrebatarme el sueño? Y me respondo: la tormentosa evidencia de una realidad ineludible.

Tui vive en un mundo de hombres violentos y agresivos, corruptos y criminales. La detective Robin Griffin––que trabaja en Sydney y está visitando a su madre enferma en Laketop, una pequeña población en Nueva Zelanda––se hace cargo del caso por casualidad, e inevitablemente sospecha del círculo cercano a Tui. La niña crece en un universo en el que su sola condición de mujer es una desventaja. Uno como hombre se olvida muy seguido del dolor “original”, casi casi como si fuera un pecado, con el que carga una mujer por el solo hecho de serlo. Aquí, Jane Campion se encarga de recordárnoslo en cada secuencia. En el universo de Campion es la mujer la que mira, la que desea, la que transita el espacio. Robin Griffin lleva su deseo en la punta de la mirada y nosotros, como espectadores, habitamos ese deseo y esa mirada. Campion construye a sus personajes femeninos fuera de la carencia. Ellas, en vez de transitar la historia buscando aquello que les falta, cargan su dolor intenso, profundo, lacerante, en el cuerpo. Lo que han perdido es una herida. Como Antígona, cada una de estas mujeres transporta su dolor: lo lleva en la palma de su mano.

Tui vive sus días rodeada de hombres violentos, musculosos y gritones que resuelven sus problemas a golpes y a los que a veces se les ve la mano. A Robin Griffin, sus compañeros policías la ven vulnerable, débil, pero sobre todo víctima de sus emociones. Desde la mirada masculina, Griffin no podría sino dejarse llevar por lo que siente y perder el control de sus acciones. Campion construye un universo en el que, al igual que el que habitamos, la violencia masculina es estructural y no se pertenece solamente a los individuos que se muestran a sí mismos como monstruosos, o agresivos, o muy “machos.” La violencia masculina habita en rincones insospechados, en la cotidianidad y las acciones más imperceptibles. Cuando se resuelve el caso, es eso lo que nos estremece: la certeza de que nunca es suficiente echar la culpa a los “malos”. Así se nos arrugue el corazón, es necesario aceptar que mientras no pensemos en–– y actuemos para––desmantelar relaciones, históricamente, injustas de poder seguirán apareciendo violadores, femicidas, asesinos, y un largo etc, por entre las rendijas de una sociedad que queremos pensarla como “buena”, “limpia” y “honesta”.

En la experiencia de mirar Top of the Lake quedan latiendo ciertas imágenes como la de un grupo de mujeres––comandado por una mujer silenciosa y llena de misterio llamada GJ––que llegan a la localidad y se asientan en unos terrenos denominados el Paraíso. Mujeres lastimadas por la violencia masculina se toman el paraíso, y son constantemente amenazadas por un grupo de hombres que dominan el pueblo por antigüedad y a la fuerza y que casualmente son los hermanos y el padre de Tui. Estas mujeres heridas por la violencia de lo fálico, se sientan a conversar, compartir, observar y esperar: a pensar. Ellas son sujetos activos que en la espera, la observación y la conversa generan, o buscan, pensamiento. En ese espacio, entonces, se dedican a dejar ir el tiempo en la acción infructuosa y fundamental de la reflexión. Su espera se presenta como un contrapeso posible a una estructura musculosa y agresiva. Y es allí, en ese pedazo de tierra llamada paraíso, que Robin Griffin y Tui logran encontrar refugio.

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