“Cada sonido que nosotras hacemos es un poco autobiográfico. Tiene un interior totalmente privado sin embargo su trayectoria es pública. Un pedazo del interior proyectado al exterior. La censura de dichas proyecciones es una tarea de la cultura patriarcal que (como hemos visto) divide a la humanidad en dos especies: aquellos que pueden censurarse a sí mismos y aquellos que no pueden” Anne Carson   

Se me ocurre que hay varias categorías de vertientes, distintas intensidades de lo líquido. Hay mares feroces, ríos crecidos, lagos profundos y así mismo hay pequeños arroyos, lagunas calmas, cascadas temporales. Pienso en las historias líquidas como narraciones móviles y fragmentarias: compuestas por momentos que, al igual que un orgasmo femenino, requieren de un tiempo y un paisaje determinado; al igual que el sexo de una mujer estas narraciones, una vez alcanzada una estancia determinada, una humedad particular, son susceptibles a una serie indefinida de puntos climáticos. Estoy hablando entonces de una narrativa que, más que anticlimática, es poli-climática. En cada uno de estos bloques narrativos estalla un orgasmo, que no necesariamente está entre el principio y el fin. Trato entonces de comprender estas películas desde lo líquido y no desde lo fálico. De esa forma seremos, como espectadores, capaces de sumergirnos en la historia en lugar de penetrarla. Así mismo la historia nos inundará en lugar de poseernos. 

Viaje, dirigida por Paz Fábrega, es una película de texturas. La decisión de filmarla en blanco y negro me confirma la sospecha. El color abre espacio para que los gestos de los rostros se posen sobre la pantalla. Si bien parece haber una historia muy clara, y una línea argumental definida, lo que le da fuerza a la película no es su argumento sino la calidez de la imagen. La cámara dibuja los recorridos y movimientos de los cuerpos de Luciana y Pedro en un viaje no planificado al Parque Nacional Rincón de la Vieja. En la pantalla vemos esos dos cuerpos curiosos buscarse, enredarse, esfumarse. Aparecen y desaparecen el uno hacia el otro. Juegan a estar, a seguirse y a dudarse. El bosque húmedo se presenta como el paisaje en el que ambos irán recorriendo sus afectos. El verde exuberante del paisaje se transforma en una escala de grises que hace que el ir y venir de los cuerpos se tomen el espacio del cuadro. La mirada sigue siempre a un cuerpo, incluso cuando lo que se ve es el agua de un pequeño arroyo correr. En la retina queda la persistencia de la anatomía.

Alba, dirigida por Ana Cristina Barragán, es una película de fragmentos, de tiempos húmedos y quebrados. Alba es una niña a la que el mundo le va pasando por encima sin dejarle mucho tiempo para decidir. Su madre está enferma y debe ir a vivir con su padre. Este acontecimiento funciona como un pretexto para sumergirnos en la construcción de instantes de la vida de una niña que lleva el nombre de ese momento diminuto, antes de que salga el sol, entre la noche y la mañana. Alba ve y siente su cuerpo mutar al ritmo que el ambiente que la rodea cambia.

La intimidad no está en lo que se cuenta sino en lo que se siente. Alba se tendría que haber terminado en la mar, a donde la niña y su padre viajan de vacaciones, con el corazón de las espectadoras entregado a la textura de la espuma; con una sonrisa enredada y una confianza en una vida un poco más líquida y menos verdadera. Una vida sin tantas explicaciones. En la vida real debemos explicar nuestros pasos, en el cine nos debería bastar con sentirlos. Algunas historias pueden ser como el movimiento de la mar, continuas e inacabadas.

Hay momentos en los que la sola textura de la piel arrastra con tanta fuerza que la tarea de la decisión se posterga, se niega, se rechaza. Finalmente en Viaje y en Alba se termina por decidir el camino o al menos esa es la sensación que queda. Quedarse en los momentos, en la fuerza de la piel, en la textura de las sensaciones, parece causar, todavía, un poco de terror dentro de nuestros círculos cinematográficos. Quizá sea porque aún hay demasiadas ansias por cumplir objetivos y hacer entender las historias de manera paternal. Cuando se viene de escuelas de cine uno sabe que los tutores están aún obsesionados porque las historias se entiendan, se cierren, se expliquen. Piensan, todavía, en el orgasmo como una fuerza lineal, única e irrepetible. Para tener otro clímax hay que empezar de nuevo. Hacer cine en nuestra región todavía cuesta demasiado como para dejárselo de tomar tan en serio, y empezar a jugar, a hacer poesía con el lenguaje visual. Alba y Viaje son dos películas que de manera distinta lo intentan; pero al final se autocorrigen y explican a sí mismas. Sin embargo el tiempo y la fuerza del intento es tan feroz que hace que sea necesario embarcarse en ellas. Ambas películas intentan calcar de alguna manera el movimiento de cuerpos dubitativos y siempre incompletos. En ambas hay el registro de recorridos vitales, de cambios de etapas que nos marcan como marca el fuego: el viaje de la niñez a la adolescencia en Alba, y el paso temeroso de la adolescencia a la adultez en Viaje. Estos recorridos son entonces como zambullirse en una laguna: momentos líquidos.  

 

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