Intento moverme lo menos posible para que nadie se dé cuenta de que sigo despierta. Estoy apoyada sobre un costado, mirando el contorno luminoso del aparador que separa la sala, de donde vienen la luz y el ruido, del espacio donde yo estoy. Hay varios colchones alrededor. A mi lado duerme mi prima, como cada vez que íbamos a casa del tío y la tía, que queda a medio camino entre Quito y Esmeraldas. Esta vez hay mucha gente y los cuartos están ocupados, así que nos acomodamos en una extensión de la sala, donde suele ir la mesa de ping-pong. Escucho el ruido de los vasos y las voces. Al inicio me asusto, como cada vez que mi papá tomaba, pero luego hay algo en su voz que me obliga a seguir despierta, en silencio, escuchando. No puedo verles, pero me imagino que están sentados uno al lado del otro. Mi primo, periodista, le hace preguntas a mi papá como si se tratara de una entrevista. Me despierto de improviso y es de madrugada, así que siento que llego tarde a esa conversación ya empezada. Mi papá se queda callado frente a varias de las preguntas y frente a otras solo murmura muy bajito, gruñe, o suspira. Mi primo, insistente, sigue pidiendo detalles sobre la relación de mi papá con el partido, con los distintos viajes que hizo en Nicaragua durante y después de la revolución, con mi mamá, con los compañeros que recuerda, con las personas que amó. “Eso, pregúntale. Pregúntale más”, me digo a mí misma.

No me acuerdo mucho más de esa madrugada. Recuerdo más las preguntas que detalles o respuestas específicas de mi papá. Tengo muy presente la sensación de expectativa y la tensión en la piel al pensar que tal vez esa sería la noche en la que mis dudas, hasta ese momento tímidas y nebulosas, se encontrarían con secretos y confesiones. Entre esa escena y hoy caben más de diez años y todavía no he podido articular muchas de esas dudas en preguntas específicas. Durante mi adolescencia solía ver los silencios y los secretos como una capa de misterio sobre las múltiples vidas de mi papá y mi mamá o como un océano donde iba a parar todo lo no-dicho. Sus militancias y rebeldías, juntxs y separadxs, como hijxs, médicxs, pareja, camaradas y tanto más, crearon un espacio paradójico en mi vida (y me imagino que también en la de mi hermano, aunque no hemos hablado mucho sobre esto) donde se podía conocer apenas fragmentos del pasado. El resto había que imaginarlo o intentar buscarlo en libros, películas, discursos y canciones. Y yo dediqué muchas horas de mi infancia intentando imaginar a mi mamá, con su fonendoscopio y mandil blanco, y a mi papá con su terno y corbata, décadas atrás entre pañuelos rojo y negro, fusiles, y el arroz con fréjol que en mi casa siempre se llamó gallopinto.

Mi mamá me contó varias veces cómo su embarazo le hizo difícil seguir con su formación en la Juventud Sandinista, sobre todo por el entrenamiento físico. Esa historia me acompañó mientras leía La mujer habitada de Gioconda Belli en mi adolescencia y años después cuando escuché, en una lectura de poesía en Managua, a Yolanda Rossman contar la experiencia de las mujeres guerrilleras que ni bien daban a luz debían volver a las montañas con los pechos cargados de leche, sintiendo a sus hijxs a la distancia. También pensaba en mi mamá cuando leía sobre Dora María Téllez, médica y comandanta nicaragüense, quien al irse de su casa en 1976 dejó una nota para su familia en la que hablaba del niño del primer parto que atendió, se preguntaba si sobreviviría o no, y se despedía diciendo: «Mi trabajo estará concluido solamente cuando estos niños puedan vivir en un mundo nuevo y diferente». Cuando sonaban canciones de Daniel Viglietti me imaginaba que ese mundo se asomaba fugazmente en los ojos de mi papá y mi mamá, o cuando descubrí ese libro verde en uno de los libreros, una antología de Poesía Nicaragüense que nos dio el pretexto para que me cuenten de las veces que escucharon a Ernesto Cardenal.

Con el tiempo me fui volviendo más cuidadosa con las formas de preguntar. Y también agradecí que sean otras personas quienes pregunten. De a poco me di cuenta de que mucho de lo que marcó y marca la experiencia militante y las vidas políticas de mi papá y mi mamá (en ciertas formas parecida y en otras muy diferente) es difícilmente articulable en palabras. Eso no solo disminuyó mi ansia de querer preguntarlo todo a toda costa, también me enseñó a percibir cómo la euforia, la tristeza, el horror, o la esperanza no siempre se hacen voz o texto, pero toman forma de suspiro, sonrisa, cicatriz o arruga en la frente.

Una vez mi mamá me contó cómo ella les enseñaba, ya de vuelta en Quito y corriendo el año de 1985, el himno del Frente Sandinista a mi hermano, una prima y un primo todxs de 4 y 5 años. Y ellxs disfrutaban del juego, de la canción y de la marcha en fila. Adelante marchemos compañeros / Avancemos a la revolución / Nuestro pueblo es el dueño de su historia / Arquitecto de su liberación. La sonrisa de mi mamá se hizo agua en un instante cuando recordó también que en ese mismo año ella y mi papá habían sido denunciados por alguien muy cercano a la familia y acusados de ser parte de Alfaro Vive ¡Carajo! “Toda persona que volvía de Centroamérica a Ecuador en los ochentas era considerada una amenaza subversiva”, me ha dicho mi mamá muchas veces. Sus palabras y sus ojos me cuentan cómo era vivir con ese miedo y el horror de tener un hijo tan pequeño en un momento político en que tantas personas, entre quienes había amigos muy cercanos, estaban siendo detenidas y torturadas. La imagen de lxs niñxs en fila se tiñe de angustia y me duele cada vez que la recuerdo. Pensé en esa imagen hace poco con una escena en la película Marighella (2019) de Wagner Moura en la que Carlinhos, el hijo adolescente de Carlos Marighella, está esperando para encontrarse con su padre cuando se da cuenta de que les han tendido una trampa y están siendo vigilados. Carlinhos intenta alertar a su papá, con gritos desesperados, y evitar que vaya a su encuentro porque sabe que, si llega, lo van a matar.

Cuando vi Panamá (2019) de Javier Izquierdo, la conversación entre José Luis y Esteban me trajo una sensación parecida a la de estar escuchando en silencio, de madrugada, sin permiso. Los mundos de cada uno se abren y cierran sin que podamos empatizar o antagonizar por completo con ninguno de los dos. Sus vidas, que al inicio parecen irreconciliables a pesar de ese intervalo de la secundaria compartida, se van tejiendo a través de las palabras. Varias de las frases de José Luis se quedaron retumbando en mis oídos, como si ya lo conociera, como si lo hubiera escuchado antes. Algo similar me pasa con Esteban, aunque con un poco menos de simpatía. Sin embargo, ambos me intrigan por igual: no alcanzo a verlos totalmente a través de sus grietas.

Después de ver Panamá en el cine, mi mamá me dijo: “nos dio tiempo para hablar de esa época…y claro, también de ahora”. Me quedo pensando en sus palabras y en que mucho de la potencia que sentí al ver Panamá quizás tiene que ver con ese doble movimiento entre mostrar y ocultar, en los ecos que nos deja después de verla. Me sorprende cómo hay conversaciones, aun aquellas que sentimos como “ya empezadas” o esas que quedarán por siempre inacabadas, que hacen que las memorias se vuelvan presente y que podamos hacerle un lugar incluso a lo que consideramos indecible.

Desde que éramos pequeñxs, papá y mamá nos llamaron “chavalo” y “chavala” a mi hermano y a mí. Esas palabras, inusuales en Quito, son las que se usan comúnmente en Nicaragua para decir niñx o joven. Cuando alguien preguntaba por el significado de chavalo o chavala, o el porqué de decirnos así, yo sentía que esas palabras apuntaban hacia una historia tan fracturada como compartida, un pasado y una vida “allá” que buscaba maneras de colarse en nuestro presente aquí. Esa forma cariñosa de llamarnos fue alimentando nuestras fantasías de un lugar al que sentíamos conocer sin haber estado ahí. Así imaginamos los trayectos entre León, Nueva Guinea, Managua. Hace un par de años fuimos con mi hermano y nuestra mamá a León, la ciudad donde él nació, y encontramos la casa donde vivió los primeros meses de su vida- la casa celeste frente a la Clínica Mercedes. Nos reímos al darnos cuenta de que habíamos repetido mentalmente esa dirección tantas veces que, casi sin querer, nos la sabíamos de memoria.

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