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Ha acudido un buen número de público a la Biblioteca de las Artes en la ciudad de Guayaquil. Justo se conmemora un año de su inauguración y para el caso, entre muchos otros acontecimientos, se presenta Sanguínea de Gabriela Ponce. Esta es su primera novela y ha sido publicada por la emergente editorial Severo, entre cuyos fundadores se encuentra el ex – editor de Cartón Piedra, Fausto Rivera Yánez. 

Le entrevista José Miguel Cabrera a quien se le desborda el entusiasmo por la novela. Para quienes la hemos leído antes este sentimiento es muy comprensible. Sanguínea ha dejado algún impacto en cualquier persona que se ha acercado a ella. Es brutal, se le escucha decir a Cabrera. Insiste. Una amiga que ha acudido a la presentación, probablemente sin que sepa de qué se trataba la cosa, hojea un ejemplar con curiosidad, pues ya desde la primera intervención de Ponce se puede entrever que la obra, como mínimo, habla descarnadamente. Habla con una sinceridad inusual. 

En el fondo del improvisado auditorio hay muchísimos estudiantes que escuchan con atención la conversación entre Cabrera y Ponce. En las primeras filas,   amigas de la autora. Cuando la cosa se pone, según parece, más personal, el entourage de Ponce murmulla y ríe y celebra algún chiste privado, cifrado entre la masa narrativa de Sanguínea. La conversación, entonces, toma el tono de una reunión entre amigos a la que el público guayaquileño tiene el extraño privilegio de atender. La novela, claro, se ha alimentado de la realidad y podría caer fácilmente en eso que desde Dubrovsky llamamos autoficción o escrituras del yo. En mi opinión dos categorías sospechosas. 

Ponce hace fácil que podamos entrar en la novela. Ninguna pregunta de Cabrera es respondida con solemnidad o la severidad que suelen imprimirle los escritores a este tipo de presentaciones. Debo decirlo, siempre he odiado las presentaciones de libros, incluso (sobre todo) cuando en mis tiempos de editor me ha tocado organizarlas. Me resultan innecesarias, incluso hostiles. Este no es el caso. Ponce habla de su propia novela con algo de desparpajo, como no tomándosela del todo en serio y estuviera hablando más bien de alguna travesura que, ni modo, se va tornando irreversible. Por momentos, me digo, no solo parece una reunión entre amigos, sino entre amigos de la infancia o entre criminales. 

Esto último —grupo de amigos— suele decirse de manera peyorativa para referirse a la literatura ecuatoriana, suponiendo que existe algo reconocible como tal. Y quizá, cuando se dice eso no se está siendo del todo impreciso. El asunto es cuando esos afectos literarios (escritores, editores, críticos, gestores) están soportados por un trabajo artístico serio, honesto y crítico, en el sentido fuerte del término. Crítico, porque Ponce elaboró varias veces sobre el sentido de los afectos y sus fracasos fundamentales. Allí es cuando libro y presentación funcionan y significan.    

Queda pensar, a partir de allí, cómo ubicamos a esta obra en el panorama de la literatura ecuatoriana, un territorio creciente y prometedor, aunque demasiado amorfo todavía. Esta es la tarea de la crítica. Respecto al asunto, me parece que Sanguínea es otro mosaico más en una época de la narrativa ecuatoriana que se va volviendo plenamente identificable. Sea como fuere quisiera argumentar que esta novela tiene otras salidas de lectura muy aparte de su contexto inmediato.  

La propia Ponce deja entrever, para no ir más lejos, que su novela también da cuenta del viaje de una generación. ¿Qué generación es esta? Bueno, la de los nacidos a finales de los setenta y principios de los ochenta. Es decir, la de una generación profundamente marcada por nuestra devastadora década de los noventa, época de su formación sentimental. En este sentido, no deja de ser profundamente poderoso que Ponce se refiera al fracaso de los afectos. A su imposibilidad o sus aporías. Digo que no deja de ser poderoso, porque casi al mismo tiempo que Sanguínea salía de imprenta, una mujer de su generación ordenaba disparar criminalmente contra manifestantes pacíficos, en esa misma ciudad donde ocurre la novela. La mujer en cuestión, evidentemente, no se hace las mismas preguntas que Gabriela Ponce. Una cuestión de afectos.    

2

Sanguínea es una novela sobre los fluidos. Encontramos en sus páginas, desparramados, mucha sangre y mucho semen. Pero también vómito y mierda y leche y lágrimas. La escritura de Ponce es una forma de hacer tiempo con esos materiales escurridizos y en el fondo imposibles. Contrario a lo que plantea Paul Ricoeur, Sanguínea no trabaja con el flujo como metáfora de algo más, o no lo hace exclusivamente así. La sangre, por hablar del elemento central de la novela, no es un tropo —supongámoslo así breve y superficialmente— de la feminidad. La sangre no es una metáfora de nada, no es un símbolo de nada. Es la narración misma y no hace falta una tapa agresivamente roja para dar cuenta de esta situación.

Conocemos a la narradora y protagonista de Sanguínea montada sobre sus patines, deslizándose sobre la ciudad: “Afuera es la noche, fue la frase que resonó en mi interior, y patiné” (11). Los difusos hechos que se narran en el inicio desembocan rápidamente en “la cueva”, el precario hábitat de un artista visual que será, acaso, el escenario central de la narración (por lo menos donde más tiempo narrado transcurre). Toda cueva debe tener su monstruo y esta en particular tiene al que será el amante de nuestra protagonista. Este “hombre de la cueva”, se nos presenta en toda su brutalidad y toda su ternura. Aquí el primer encuentro entre los personajes: 

Cuando entramos, tenía ya el pantalón y el calzón a la altura de las pantorrillas. Él no prendió la luz, solo me besó los pezones y me besó los muslos y saboreó la vagina sangrante y con esa sangre volvió a mi boca y me siguió besando con una suavidad que yo no había conocido antes (12)

A esta línea narrativa se le plantea una serie de conflictos. El primero se lee en la siguiente oración: “Pensar en mi marido me seguía dando arcadas, dulces, suaves, connato de vómito”. Sí, la patinadora estaba casada. El matrimonio operaba ya al borde de un abismo o de la desesperación. Buena parte de la novela es una reflexión sobre el matrimonio, pero sobre todo sobre la separación. No se trata de una radiografía vengativa al estilo Marriage Story si no casi un catálogo sobre la pérdida y la derrota. A continuación este magnífico catálogo:

Tuvimos una casa (que en realidad no era la nuestra). Tuvimos criaturas (fetos y animales, ahora todos muertos). Tuvimos dos gatos (animales, ahora todos muertos). Tuvimos dos camas. Tuvimos desayunos (3000 por lo menos). Tuvimos caminatas. Tuvimos secretos. Tuvimos muertos que lloramos juntos. Tuvimos un pasaje de avión (fuimos y regresamos). Tuvimos obsesiones (demonios para alimentar). Tuvimos altares o, por lo menos, objetos sagrados. Tuvimos un accidente. Tuvimos robos… (79). 

Vale la pena mencionar una tercera relación: “con un tercero mantenía una correspondencia amorosa regular que amenazaba con desaparecer en cualquier momento, pero que no desaparecía. Cada vez se volvía más íntima, más densa” (27). Esta correspondencia, con un hombre llamado M, tiene su desembocadura hacia el final de la novela una vez que la protagonista está esperando un hijo del hombre de la cueva y decide darlo en adopción a una pareja de daneses en España. M será su anfitrión en esta nueva cueva que es donde termina la novela. 

Menciono estas relaciones porque me parece que son las tres líneas narrativas que configuran el esqueleto de la obra. Estos tres torrentes están, a su vez, intervenidos por materiales múltiples. En primer plano vale la pena decir algo sobre los recuerdos de la infancia que tienen especial poder con la configuración de la trama, pues nos permiten vislumbrar el mapa afectivo de la protagonista (volveré sobre esto inmediatamente). También hay que mencionar algunas entradas de diario o textos que ha escrito la protagonista a partir de diversos acontecimientos. Esa llamada “desbocada” escritura de Ponce —evidentemente— es el fluido que, al mismo tiempo, posibilita y conecta esas estructuras narrativas diversas. Esa escritura fluida, a pesar de que en buena medida la novela está organizada en fragmentos relativamente breves, permite que la lectura de Sanguínea sea una invitación a dejarse llevar por una corriente irresistible. Esta sería, digamos, la arquitectura o, más bien, el sistema hidráulico de la novela. El mecanismo central es lo que Virginia Woolf, entendió como stream of consciousness o flujo de consciencia como solemos traducir este término al español. Esta infraestructura (hidráulica) le sirve a Ponce para dar cuenta de la experiencia íntima de unos afectos que siempre parecen estar marcados por la imposibilidad, como si fuera imposible el remanso y la historia ocurriera siempre en patines. 

Y esto es cierto también en su escritura. Hay una cuestión muy líquida allí y esto tiene como consecuencia que la historia se nos vaya rápidamente de las manos. Y, sin embargo, contrario a cualquier argumento que podría poner Bauman (y sobre todos sus adalides) sobre la mesa, el concepto de “lo líquido” o de “la modernidad líquida” no nos explica suficientemente bien esta obra. Un fluido no es un líquido plano o lineal. Un fluido es un líquido proteico. Un fluido es un líquido que huele. Un fluido es un líquido que lastima y por eso la escritura de Ponce es tensa, dolorosa y emotiva. Aquí un pasaje que da cuenta de un recuerdo de la infancia. 

Del retiro no voy a dar detalles, pero hay algo que intentaré narrar. Podría empezar por lo anecdótico: lloré tres días, esa afición mía por el llanto. Pero tampoco puedo decir que ese llanto era solo un llanto. Pudo haber sido el sonido pulcro de la fagocitación. De un dolor que se alimentaba de mí para ser otra cosa. Lo semejante y lo diferente de ese dolor que se me volvía por momentos ajeno, como si el núcleo de mi ser entrara en un proceso violento de desintegración, mostrándome que no había nada: ningún centro, ninguna posibilidad de identificarme. Odié y amé comprendiendo que así ocurre, el amor daba paso al odio, mientras se fraguaba el amor siempre se fraguaba el odio, puta madre, pero tampoco eso resulta tan simple en esa amalgama que no se diferencia, una se pierde (50).

 Pasajes como el anterior marcan de manera decisiva la relación con sus parejas: nada está a pesar de todo desconectado. Los recuerdos interrumpen el relato sentimental. Como en una telenovela mexicana, siempre hay algo que queda sin resolver y algo que se posterga inevitablemente (esta es la definición del melodrama, por cierto). Este mecanismo es muy importante, porque Ponce no tiene recelo alguno en declarar las fuentes de su educación sentimental: las telenovelas. Esto, más que un sistema referencial es una clave importante de lectura. Una precaución para el lector: esta novela no se puede leer sino sentimentalmente. 

Y es evidente que así debe ser. El hecho de que los personajes carezcan de nombre, que poco sepamos de sus historias si no, precisamente, a través de sus relaciones afectivas (no sabemos, por ejemplo, cuál es la profesión de la patinadora o cómo hace dinero) tiene un poderoso efecto de transferencia en los lectores. Los lectores, más allá de que seamos o no mujeres, enseguida nos trasladamos hacia nuestra propia experiencia para reconstruir esa hidráulica personal. Y en ese sistema lo que hay es imágenes como esta:

Siempre me ha gustado tanto la imagen del rojo sobre lo blanco y entonces viene un recuerdo súbito y lejano: la toalla higiénica de mi mamá, que yo miraba de niña con fascinación, mientras ella hacía pipí. 

Esta es quizá la imagen más poderosa de la novela. Es la que, por otra parte, le da el subtítulo (“Rojo sobre blanco”) con lo cual su efecto no es solamente conceptual si no, sobre todo, pictórico. De allí que quizá no estaría mal decir que la novela es una historia sentimental de los fluidos corporales. Y no estaría mal, porque es así como también funcionan los cuerpos, como conductos de ese material o lo que en otros términos Deleuze y Guattari llamarían cuerpos sin órganos. 

3

Pero bien, qué implicaciones tiene esta novela más allá de su ámbito y el del lector. Para empezar, diré que editorialmente la novela ha sido un bien recibido acierto por parte de Severo y, hasta el envío de este texto, según el propio Fausto Rivera Yánez se han vendido 600 ejemplares, con lo cual se terminó la primera edición. Se trata de una cifra y un acontecimiento editorial importante para el medio. El libro, ya en tanto producto, es evidentemente perfectible en términos de diagramación y diseño: las cajas de texto no siempre están uniformes y ciertas decisiones en el montaje del texto son difíciles de entender. La tapa, evidentemente, es, vamos a decirlo así, exageradamente honesta, aunque bien creería yo que surtió el efecto comercial esperado. Me pregunto si no habrá una clave en esa honestidad brutal para entender también la apuesta literaria y política del libro. 

Se puede pensar, siguiendo con el asunto, que la honestidad es un valor en sí mismo y, ciertamente, quizá lo siga siendo en estos tiempos de posverdades y teorías de la conspiración. Y, sin embargo, también encuentro que en un texto literario esto debe ser innecesario de discutir, no solo en cuanto a si la novela da cuenta de una situación real, si no también en cuanto la autora nos revela su interioridad de manera descarnada. La verdad en una novela aparece, por decirlo de algún modo, en un plano más elíptico o metafórico, más allá de cómo se cuente la cosa. Esa “escritura desbocada” o esa “desfachatez” que se ha celebrado tanto me parece una reacción que desmerece la escritura de Ponce. Si Sanguínea vale la pena leer no es porque sea honesta o brutal respecto a asuntos como la maternidad o la sexualidad femenina, sino porque está bien planeada, bien ejecutada y bien escrita. 

 

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