A Daniel Zamudio, una noche, lo persiguieron cuatro matones. Cuatro neonazis que descargaron su odio tan bestia sobre ese chico tan vaporoso, de pantalón tan apretado, de vocecita tan poco varonil. Lo tiraron al piso en el interior de un parque de Santiago, le lanzaron piedras y, enfurecidos por la quemazón de los tragos, lo patearon hasta volverlo un bulto sofocado en llanto, en gritos, en sangre. Después agarraron el pico de una botella y le marcaron el abdomen con una esvástica infame. A Pablo, uno de los personajes de Nunca vas estar solo, la ópera prima del brillante músico chileno Álex Anwandter, le sucede prácticamente lo mismo: golpes, fierrazos, insultos y escupitajos sobre su cuerpo fleto. A Pablo, así como a Daniel, lo atacan por ensayar coreos, por estar pendiente de la vida de Britney Spears, por teñirse de rubia, por dejarse penetrar. Por ser, exponencialmente, maricón. Demasiado maricón.
Nunca vas a estar solo se estrenó en noviembre de 2016, seis meses después del lanzamiento de ese otro manifiesto de neón de Anwandter: Amiga, su agitador segundo disco solista. Inspirada –que no basada– en el asesinato homofóbico de Zamudio, la cinta parte de ese hecho repudiable para exponer otras formas veladas y estructurales de violencia, propias de las aldeas con complejo de urbes. Juan (Sergio Hernández: justo en su contención), un obrero optimista y patriota, dedica sus años prejubilares a empujar la fábrica de maniquíes en la que ha trabajado por años y en la que nunca ha ascendido a un cargo gerencial. Allí va todos los días a verificar que sus chicas plásticas no tengan rayones ni miradas muy perdidas. Pablo (Andrew Bargsted: aplausos), mientras su padre no está, se encierra en su cuarto: su refugio, su discoteca, su escenario. De pie frente al espejo, la niña –como lo apodan en el vecindario– se expande en la atmósfera estéreo de la radio y bolerea con el corazón tan magullado como el de Gatica. En pocos días audicionará para un show drag.
Padre e hijo viven juntos en un barrio popular del Santiago grisáceo, aséptico e industrial que Anwandter retrata en planos abiertos. Sus vecinos son Lucy, la vecina metiche e imprudente, y su sobrino Félix, un cabro de ceño embravecido que a la vista de todos copia la hostilidad de los machitos del barrio, pero que a escondidas se derrama con placer dentro de Pablo. Los tipos con los que Félix se relaciona son bullies preocupados únicamente en henchir su masculinidad a punta de polvos itinerantes con chiquillas ilusas. Ellos, sabuesos entrenados en el estereotipo, huelen a esquinas de distancia esas otras corporalidades etéreas, mariposonas, emancipadas, y se empecinan en enderezarlas a puñetazos, a palazos y a vista y paciencia de un sistema judicial que no hace más que santiguarse frente al cadáver insignificante de otro mariconcito, de uno más.
Pero no solo los jueces son laxos e inhumanos frente a la violencia. Desde el momento en que Pablo entra en coma al hospital, Juan —que a su manera trató de entender a su hijo desde esa vez en que notó cómo torcía la manito en una foto de cumpleaños—, también tiene que enfrentar la mezquindad inoperante del sistema de salud privado al que, sin retraso, destina cuotas. Si el cliente no tiene “pinta de gringo”, si no conduce un BMW, si no es dueño de una compañía o ahijado del ministro, no accederá por igual a los beneficios médicos, legales y de trato que sí reciben los otros. Pasa en Chile, pasa en Brasil, pasa en Ecuador. En sociedades como las nuestras basta con portar una diferencia –de género, de clase, estética o de origen– para que las ondas expansivas de la discriminación, solapadas en las jerarquías de un sistema injusto, se activen a conveniencia.