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Este texto parte de la observación diaria de una imagen que habita mi sala. Esta imagen: La Lectura de los Días (2015) es un regalo de un amigo cercano, el artista visual Roberto Vega Cornejo. Mi observación diaria de su obra que desemboca en la escritura de este texto se da, entonces, gracias a la fuerza de los afectos. Agradezco a Roberto por la imagen.
En una entrevista, el cineasta griego Theo Angelopoulos – quien irónicamente murió en un accidente de tránsito, víctima de la aceleración – narra una conversación entre él y el guionista francés Jean-Claude Carrière; en la que, ante los cuestionamientos del francés sobre su forma de beber el café, él respondió que tomaba café de la misma forma que aprendió a “tomar” el tiempo: sorbo a sorbo. La fascinación de la modernidad occidental por la velocidad nos ubica en una estructura social en la que se rechaza, y se castiga la lentitud, la espera, y la no-acción. Uno puede intuir, entonces, que no hay lectura, no hay paciencia: olvidamos que el cuerpo se consume y se desvanece. Las cosas se suceden, y nos van quebrado, nos van trizando.
Hay sombras, recuerdos, marcas, heridas.
En una de las paredes de mi departamento, encima de un sillón café alargado cuelgan ahora unas líneas, unas manchas, unos trazos. Alzo la mirada y me siento un poco más despabilado, despierto, atento. Son las grietas, la traducción de las grietas a tinta, las que me recuerdan mis propias quebradas. El cuerpo y la memoria son, a veces, como paisajes.
Los días se empañan de espectros.
Seguido escucho voces apenadas y un poco arrogantes que reclaman: “en este país la gente no lee.” Se refieren a los libros. La gente no lee libros. Triste realidad. Sin embargo, lo que considero desolador, terrorífico, desesperanzador es la falta de lectura de los días, de las ciudades, las personas, los momentos, las experiencias, las calles, de nuestros propios artefactos; no leemos los climas, las vestimentas, los alimentos. Las cosas. Basta intentar cruzar una calle en esta ciudad, ser testigo del apuro con el que pasan los autos, de la rapidez con la que el paisaje se desliza ante sus ojos para saber que no leemos los días. Nadie nos lo ha enseñado.
Jugamos, nos vestimos de paisajes, de humores, de futuros posibles.
Trato, entonces, de aprender a leer los días con solo mirar un cuadro. A la izquierda en la parte superior manchas que se ramifican como si fueran el dibujo anatómico del sistema nervioso; debajo de ellas una figura que puede ser un mapa o el contorno de un cuerpo, esta figura se extiende y se detiene en el cuerpo de una mujer que parece estar cosiendo o escribiendo, de ella se desprenden unas línea entrecortadas que nos llevan a la traducción de una fisura. Ahí en el centro las líneas se comunican como si fueran los trazos de una constelación. Un poco más allá dos cuerpos encorvados, abajo los pies que recorren los días, y a la derecha unos cuerpos atravesados por las grietas.
Me detengo, miro y creo, o siento, que mis dendritas se van iluminando como se iluminan las estrellas. Como ellas el cerebro explotará y las dendritas, como las estrellas, se transformarán en polvo.