Puedo empezar estas notas a partir de la historia de una casualidad: a mediados del año 2010 alguien postea en Facebook la última parte del documental The Examined Life, de la directora Astra Taylor. En aquel fragmento, la filósofa Judith Butler aparece caminando por las calles de San Francisco, en Estados Unidos. Pero a diferencia de los otros pensadores y pensadoras que participan en la película completa paseando por distintas ciudades de ese país, reflexionando sobre algún tema específico, –entre ellos, Martha Naussbaum, que habla sobre las vidas vulnerables ante la ley, y el siempre histriónico y mediático Slavoj Zizek, que discurre sobre la basura y el discurso ecologista–, Butler propone salir a caminar con la hermana de la directora, la artista visual Sunaura Taylor, para plantearle conversar sobre qué significa para ella, precisamente, “salir a caminar”. Sunaura es usuaria de silla de ruedas, por lo que, en efecto, el ejercicio de reflexión asume un nuevo tono: Sunaura hablará sobre la ciudad, sobre su cuerpo, sobre discapacidad. Butler hará preguntas, establecerá relaciones, escuchará.
El diálogo entre ambas, en línea con reflexiones sobre el género y la discapacidad, no me es indiferente. Decido entonces buscar información sobre Sunaura Taylor: su website recoge algunos ejemplos de su trabajo, entre los que destacan retratos hiperrealistas de personas cercanas a ella, así como animales cuya corporalidad revela una similitud con el cuerpo de la artista y, lo que más me interesa, autorretratos. Varios de ellos son óleos que la autora pinta con pincel en boca, porque sus manos no están habilitadas para hacerlo. Entre su trabajo sobresale también el montaje fotográfico y, en general, la crudeza de su propia representación: plasmarse a sí misma de pie, con su cuerpo encorvado, deformado, desnudo, con su rostro mirando al espectador, increpándolo. Luego, tomar el mismo retrato e incluirlo en una fotografía de inicios del siglo XX del Dreamland Circus, que expone a esos cuerpos considerados monstruosos, anómalos: la mujer barbuda, los siameses, el hombre sin extremidades, el gigante, el enano. Sunaura toma su imagen y se incluye en ese relato de lo abyecto, de lo siempre otro que hoy conocemos como ‘freak show‘, o el show de los raros.
Sigo navegando y una imagen captura mi atención: se trata del retrato de una pequeña niña, ataviada con un disfraz de mariposa, que yace boca abajo sobre el piso, sugiriendo una reciente caída o las particularidades de un cuerpo que debe reptar. Se trata de un óleo que también lleva por título “Autorretrato”.
Me conmuevo ante la mirada de la niña que se dirige al espectador del cuadro. ¿Qué es lo que grita esa mirada? ¿Ayúdame? ¿Mírame? Siento vértigo: frente a la pantalla en la que descubro estas imágenes, acepto la invitación de Sunaura a mirarla, y comprendo que ya no puedo ver su cuerpo como me han enseñado a mirar este tipo de cuerpos, siempre representados en los espacios circunscritos a la lástima, la caridad, la propaganda y la enfermedad. Sunaura pintándose de cuerpo entero, transgrediendo el retrato tradicional, diciéndome “mírame como yo quiero que me mires, no como te han dicho que me mires”. Sunaura incluyéndose en la fotografía del circo me dice “esta también es mi historia. Pero ahora soy yo quien la cuenta”.
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Podría, sin embargo, empezar a contar de este otro modo, en el que tal vez la casualidad también tenga algo que ver:
A inicios del año 2005 nació mi primer hijo. Aún recuerdo su mirada penetrante al momento de nacer, cuando vi por primera vez su rostro. Encuentro indescriptible de dos cuerpos que durante nueve meses fueron uno siendo dos, y que ahora siendo dos tratan de volver a ser uno en el abrazo, mi hijo llegó a ocupar nuestros espacios de formas peculiares. Durante años: doctores, exámenes, miedo, diagnósticos, llanto. “Esta es tu cruz” me dijo un médico. “¡Cómo se atrevió a tener un segundo hijo después de esto!” increpó otro. Durante años, tomar a mi hijo entre mis brazos, analizar cada uno de sus movimientos, medir sus reacciones, estar atenta a cada una de sus formas de moverse, de comunicarse, de sentir. Incertidumbre. Años. Bañarle, enseñarle a comer, pedirle que me mire, detener el aleteo de sus manos, tratar de hacer que entienda mi lenguaje, desesperar. Terapias. Hospitales. “Lo más seguro es que no camine”. Caminó. “Lo más seguro es que no hable”. Hoy no calla. Canta. Canta siempre. Mi hijo. Durante años, no mirar nada más lo que falta, desesperar en la ausencia de un cuerpo que no es como la ciencia ha determinado que debe ser un cuerpo. Desesperar en el sonar de un cuerpo que suena como los manuales indican que no debe hacerse. Buscar ayuda, pedir consejos, anhelar una cura. Mirar la ausencia. No mirar a mi hijo y entonces, dejar de mirar y de mirarme.
Hasta que un día miré. Ahí estaba mi niño: su cuerpo incitando cualquier expectativa, sus sonidos desafiando cualquier norma. Su cuerpo resistiendo el diagnóstico. Asumí el reto: decidí conmoverme por este modo de existencia que salió de mí, para mostrarme las complejidades de mi propio modo de existencia y las posibilidades diversas de los seres humanos en el mundo, para guiarme por otros caminos de reflexión sobre la humanidad que somos.
Veo sus largas y delgadas piernas. Observo su paso pausado, por momentos tambaleante. Observo también su mirada buscando cualquier destello de luz en la pared, y entonces río. Él también ríe. Canto con él. Inventamos las canciones más absurdas porque nos hacen felices. Su padre ríe. Su hermano ríe. Nos hacemos a sus sonidos. Nos besa. Nos nombra. Nos hace bromas, a su manera. No quiere escribir, pero lee y nos toma de la mano para descubrir con él aquello que lee. No quiere sumar, pero nos invita a bailar. Me siento fortalecida. Vuelvo a mirarme. Ahí está él, seguro, radiante, siempre valiente. Aquí estoy yo, renovada. En esta mirada, hubo un nuevo encuentro: no uno mediado por la resignación, sino uno signado por la resistencia. No dejaremos que nos digan cómo querernos, cómo convivir, cómo ser. Lo que ha cambiado es la mirada. Lo que ha sucedido es que he atendido al llamado, como si de alguna forma mi niño me dijera “mírame mamá, como quiero que me mires, no como te dijeron que me mires”. Ya no desespero.
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El hijo subyace a todas estas búsquedas. A él le debo la nueva mirada. Luego, o no sé si fue al mismo tiempo, el encuentro con Sunaura Taylor me mueve a buscar, a leer, a desacomodarme. A ella se suman otros tantos. Entre ellos, el trabajo de Lisa Bufano, que me entusiasma de sobremanera. Trato de adivinar en su rostro la determinación que la lleva a transformar su cuerpo mutilado en una materialidad extendida o acortada, móvil, indeterminada. Busco a otros. Son tantos. Después leo y descubro el diálogo crítico de autores como Rosemarie Garland Thompson, Tobin Siebers, Lennard Davis, Georgina Kleege. Cristina Mancero aparece en este horizonte y me pone en diálogo con James Berger y Jay Timothy Dolmage. Paso de pensar la discapacidad como un tema de lucha social a pensarla también como una oportunidad de interrelación entre los cuerpos, que conlleva una oportunidad de puesta en crisis múltiple.
El arte detona esta nueva forma de mirar. A la par que investigo, entiendo que esos cuerpos deben salir de sus espacios de estigmatización. La galería, el museo, la plaza pública acogen ahora a los que por siglos han permanecido en el hospital, en el centro terapéutico, en el asilo, en el silencio de su habitación y en la indiferencia familiar. Pienso en mi hijo y en los espacios que ocupa. Pienso en las miradas perplejas que lo examinan cada vez que salimos a la calle. En ellas veo la oportunidad del intercambio: los otros deben saber que estos cuerpos existen. Los otros necesitan ampliar el espectro de su mirada, aunque eso implique incomodarse. No ya los cuerpos perfeccionados para el espectáculo y el mercado, sino los cuerpos reales, los de la cotidianidad, los de la vulnerabilidad, los de fuera de la norma.
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En 2015, luego de algunas charlas con estudiantes de literatura y artes visuales en Bogotá, propuse un curso para la Escuela Abierta de ArteActual, en Quito, al que denominé: Representando la discapacidad: otros cuerpos para el arte. Ahí encontré a Paulina León, a quien considero hoy una cómplice inigualable. “Tenemos que hacer algo con todo esto” me dice ella, junto al rostro curioso de Marcelo Aguirre, coordinador de ArteActual, que también nos motiva. Dos años después, mostramos Cuerpos que (se) miran, gracias a la generosidad de Santiago Forero, Lisa Bufano, Sonia Soberats, Adrián Fontanini, Sophie de Oliveira, Charlotte Epstein, Omkaar Kotedia, Bill Shannon, Cristina Mancero y David Hevey, artistas con discapacidad o que trabajan desde la discapacidad para proponer nuevas formas de representar al cuerpo diverso.
Desde esta propuesta, los encuentros han sido tremendamente valiosos. Provocamos y hemos sido provocadas. Hemos querido remover pero también hemos sido interpeladas, sobre todo desde las mismas personas de la diversidad funcional. Ellas, ellos, nos han hablado de estar cansados de ser estigmatizados. Han encontrado en este espacio no uno para la simple observación, sino uno para la resistencia. Han hablado. Han sido respetados en sus modos de comunicarse. Hemos tenido al mismo tiempo un auditorio al que debíamos procurarle lengua de señas, audiodescripciones, lenguaje adaptado y espacios accesibles. Hemos aprendido tanto. Hemos retado nuestros modos de comunicarnos. Algunos se nos han acercado: «soy artista. También tengo discapacidad». No hay nada que no nos haya enriquecido.
Recuerdo ahora unas palabras a las que siempre recurre uno de los seres más importantes de mi vida: «somos las decisiones que tomamos». Pienso en lo que implica tomar la decisión de mirar distinto, en contra de todo lo establecido: somos según el modo en el que decidimos mirar. Y no es fácil. Pienso en lo que soy ahora. Frente a mi hijo, la decisión de mirarlo no despeja las incertidumbres de su vida en un mundo que aún no quiere mirar más allá de sus narices. Pero la decisión de mirarlo sin duda ha permitido que nos reconozcamos el uno en el otro y luego, en todos los otros, en sus deseos, en sus luchas.
Desde el poder se establecen derechos y se implementan políticas de inclusión y accesibilidad que no aterrizan en los seres humanos que deberían ejercer esos derechos. Desde el arte, lo que proponemos primero es dejarnos afectar por el cuerpo del otro, por la potencia de su diversidad. Que tener una imagen, como propone Georges Didi-Huberman, sea el primer derecho que garanticemos, el derecho a la imagen, el derecho a aparecer. Lo que hoy ha desembocado en una muestra como Cuerpos que (se) miran, y que esperamos que continúe tomando nuevos caminos, es un llamado a sostener la mirada para reconocernos en la multiplicidad de los cuerpos, para poner en crisis nuestras siempre pobres certezas y anteponer a la norma y al diagnóstico los afectos renovados como acto político, como acto de resistencia.
Agenda de Cuerpos que (se) miran hasta el 30 de Agosto:
Miércoles 26, 10h00: Mediación “¿Quién nos mira? ¿quiénes se miran?” realizada por personas de la diversidad funcional.
Miércoles 30, 18h00: Mesa de diálogo “Discapacidad: miradas desde el cine”.
La muestra permanece abierta de lunes a viernes, de 9h00 a 18h00.