Este texto fue originalmente publicado en la revista «Derecho al placer» (https://derechoalplacer.com/)

Para trazar unas coordenadas entre el nacimiento y la desembocadura de los placeres, o acontecimientos que me acercaron a él, primero amplío mis posibilidades del yo. Atravieso ese umbral como una experiencia desencascarada. Un quitarme la piel muerta, como si el yo fuese una membrana transparente, e incluso inquebrantable que al ser permeada agencia un cuerpo colectivo. Esta forma de concebirse como un cuerpo múltiple, un cuerpo manada; una masa populosa de seres corriendo por el torrente sanguíneo, jadeando detrás de mis células es para mí, lo más cercano a la primera percepción del placer en mi cuerpo chico de niña de playa.

Como si dos piernas no fueran suficiente, yo corría de manera enfermiza desde el carro de mi madre hasta la playa; con una desesperación que no me cabía en el cuerpo. Una fuerza que me hacía destrozarme las piernas al caer. Una fuerza desbocada que mi anatomía no podía procesar. Tanto enredo no podía caber en un cuerpo pequeño, este para protegerse abortaba la misión del trote. Se desvanecía.

Todo lo que me provocaba placer estaba fuera de mi cuerpo y en relación con otros cuerpos. El ardor de pisar la arena hirviendo para luego cavar un agujero pequeño con los pies, hasta encontrarme aliviada por la arena húmeda del fondo de la playa. Un núcleo de arena fría habitando las plantas de los pies. El ardor de abrir los ojos bajo el agua salada, para luego salir a llorar un mar microscópico tirada boca arriba en la orilla. El milagro de observar de cerca y por primera vez, el cadáver de una ballena varado en la playa de Las Palmas.

Aunque sin saber dar nombre a lo sentido, al tacto y al encuentro del cuerpo con los otros cuerpos, había la certeza de que esos cuerpos me eran míos tanto como yo les era suya. Una mutua pertenencia y manera de adquirir diversas formas. La arena atravesando mi dermis, era también mi dermis abriendo paso a las partículas/células inertes de la playa. Porque no tengo un recuerdo racional de la primera vez que vi el mar, sin embargo, nunca dejé de verlo con asombro. Nunca dejó de conmoverme, con la intensidad incalificable de quien se hace chica en las fauces de un animal gigante.

La piel es el órgano más grande del cuerpo, pero esa piel adherida a nuestra osamenta no es una piel sola. Nunca pude entender o sentir el proceso de la soledad como algo válido. Nunca estaba sola, estaban los objetos ejerciendo su mirada oblicua sobre mí en la noche. Los libros en relación filial de odio con el polvo y las pelusas aguardando por ser tomados. Las tazas de porcelana para jugar a la comidita también penetraban mis ojos hasta hacerlos gritar por dentro. Y los baúles de la casa de mi abuela con las telas que desesperaban los dedos de mis manos. A veces no era yo buscándolas sino ellas exigiendo ser tocadas.

Cuando me pregunto sobre el placer mi cabeza no hace otra cosa que llevarme a la infancia, que es hasta ahora para mí, la edad del goce imperceptible. En la casa donde pasé mis primeros años, había un árbol de guayabas, otro de chirimoyas, y una cantidad innombrable de seres vegetales imponiendo su presencia en el patio. Pero los árboles de guayaba y chirimoya eran los dioses de ese reino verde y marrón. Mi cuerpo se movía involuntariamente hacia ellos con una fuerza tal que a veces no sabía quién estaba trepando a quién. A veces yo me soñaba árbol y veía cómo de mis manos; de mis dedos, de mi pelo, caían cantando las guayabas como lunas llenas de gusanitos blancos que igual yo devoraba urgida.

Esos árboles eran mis otras ellas, pensaba. Eran marrones y brillantes, sus troncos a veces se tornaban verdes. A veces estaban poblados de hormigas; otras veces las hojas caían sobre la tierra, mientras yo desde la puerta trasera que daba al patio, soltaba un grito agudo. Pensaba: la caída de una hoja es la caída de un mechón de cabello, como los que me arranco cuando me desenredo en la ducha, entonces recogía las hojas y las enterraba en el mismo agujero secreto donde enterraba mi pelo. Juntos, ambos bultos de cabello y hojitas formaban una yo más verde y desintegrada.

También pasaba horas interminables subida sobre sus ramas, y hablaba sola. Los árboles me respondían desprendiendo sus pieles sobre mi cuerpo o en la tierra. Había todo un despliegue de encuentros entre la tierra de alrededor de los árboles, mi cuerpo delgado, casi vegetal y las demás matas. A veces yo quería estirarme para abrazar a ambos árboles contra mi pecho. Lo intentaba con tantas fuerzas, me abría de piernas y de brazos intentando expandirme para acercarlos a mí. El dolor después del ritual de intentar ser una con ellos, era también un encuentro precioso con el goce. Un caminar como cangrejo hasta que las piernas se inscriban dentro de su estado natural, otra vez.

Si hablo de placer retorno a la niñez, al encuentro nunca inocente de las primeras formas de explorar mi cuerpo en relación con los cuerpos vivos que me rodeaban. En relación también con los cuerpos inertes, que para mí estaban tan presentes que respirar y latir hubiera sido un escándalo innecesario. Las cosas nacían y vivían desde mi ojo a mi lengua. Mi lengua vivía también con esas cosas a las que se adhería para reconocerlas, para saberlas existentes. La infancia es el tacto excesivo del mundo y el tacto excesivo es: el ojo tocando el agua, el agua mirando de cerca el iris; el iris atormentado por la sal que ingresa; la tierra entrando en la comisura entre mis uñas y mi piel, haciendo de mis hendiduras y oquedades un hogar infinito; la fruta agusanada poblando el interior de mi garganta. El cuerpo invertebrado de una babosa deslizando su humedad entre mis dedos; mis dedos dando pequeños espasmos ante la humedad; un gusano del color de un tomate de árbol abierto cavando un agujero en la parte superior de la hoja, mi nariz respirando el sonido del insecto. El sonido de una pipa abriéndose ante el golpe seco de un machete, vertiendo su agua como una mujer que rompe fuente; la piel que desprende la pipa tierna, transparente que se adhiere poco a poco en el paladar.

El olor de la madera cuando se rompía movida por manos de hombres grandes, la tierra que le servía de hogar a las astillas del tronco de un árbol desprendiendo un olor nuevo de tierra con madera cortada. El mar intentando ingresar entero a través de mis piernas, de mi boca; la arena que poblaba mi cabello y no quería irse nunca; el agua que reposa verdosa en una maceta vacía, un ecosistema vivo e invisible; una mancha verde pidiendo a gritos ser mirada, respirada. Todo eso, palpable en el pasado que es mi yo más latente, es todavía, el placer desplegado ante los cuerpos.

(Esmeraldas, Ecuador 1992) Consta en Antología La Muchedumbre de tu Risa (CCE, Quito, Ecuador, 2014). HARAWIQ muestra de poesía ecuatoriana y boliviana (Murcielagario Kartonera, 2015). Ha participado en: II Encuentro Internacional de Gestores Culturales de la Universidad Luis Vargas Torres (Esmeraldas 2015). Festival Internacional de Poesía Enero en la Palabra (Cusco, Perú 2016). Octava edición de Poesía en Paralelo 0 (Ecuador, 2016). FIRAL, encuentro literario (Rancagua, Chile, 2016). Presentación de la colección poética "El árbol migratorio", Fundación Pablo Neruda (Santiago de Chile, 2016). IV Edición del Festival Caravana de Poesía (Lima, Perú, 2017). 23 Foro Fomento del Libro y la Lectura, Fundación Mempo Giardinelli (Resistencia, Argentina, 2018). Obtuvo la segunda mención de honor en el concurso Poesía en Paralelo 0 2017 con su segundo poemario Canciones desde el fin del mundo. Ha publicado dos poemarios SOVOZ (Hanan Harawi, Todos tus crímenes quedarán impunes, co-edición, Lima, Perú, 2016) y Canciones desde el fin del mundo (Esta primera edición pertenece a la colección ÑAN ÑAN de la editorial artesanal y autogestiva Amauta&Yaguar, Buenos Aires, 2018).

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