Hay cosas que están ahí y que no importa su funcionalidad ni su contenido pero que tienen una carga temporal que les hace íntimas. Abro un libro que ha estado años en mi anaquel sin ser tocado. En el interior se encuentra una carta de mi abuelo a mi padre que se desprende de las hojas y cae al piso. La carta está escrita desde Madrid y se trata de un agradecimiento por haberle festejado a mi abuela su cumpleaños. En ella saluda a mis hermanas diciendo “Besa a tus recordadísimas mujeres Alicia, Carli, Daniela y Poro. Detente un poco más en mi señorita Poro”.
El libro es mío, recuerdo haberlo recibido como un regalo de mi padre a los 9 años. “Este es de tu abuelo” me lo dio mientras limpiaba su biblioteca y desde ese entonces me entregaba las cosas que se encontraba del René. Lo he abierto porque una amiga lo ha mencionado recientemente en una conversación, y de niño lo he guardado como cosa importante, pero no por sus páginas escritas sino como un acto fetichista de acumular. Ahora, equivocadamente, busco su contenido. Estas semanas lo he leído de manera incompleta y por primera vez, después de tantos años de verlo exhibido. Un escritor entre la gloria y las borrascas, se llama, y es una investigación sobre la vida de Juan Montalvo. En el proceso no me explico cómo no lo abrí antes. El no haberlo leído hasta ahora me genera una culpa pequeña y me hace sospechar que hay textos que llegan a uno para no ser leídos. Qué son funcionales, para otros caminos de aprendizaje y que su lectura puede estar fuera del texto. El no leer como otra estrategia de pensamiento. El hacer memoria.
Mientras leo la carta y el libro de mi abuelo, un episodio de mi infancia vuelve a mi memoria. Un episodio que involucra a la Poro (mi hermana) y a la publicación de este libro y que logra ejemplificar la necesidad personal de que existan libros venerados y nunca leídos. Mi madre nos había dejado a mi hermana y a mí -ella de 14 y yo de 7 años- esperando en el asiento de atrás del carro hasta que terminara de hacer sus trámites. Nosotros íbamos peleando todo el viaje. Nuestra pelea escalaba entre insultos, jalones de pelo y amenazas. En un punto, a mi hermana, más inteligente que yo, se le ocurrió tomar las llaves del auto, cerrar las ventanas y dejarme dentro, encerrado. Me quedé golpeando las puertas hasta cansarme. La noche anterior mi abuelo había lanzado ese libro y nosotros teníamos una caja llena en nuestro carro. A mi madre le habían encargado dejar las copias en algunas librerías de la ciudad. Yo llevaba una pantaloneta muy corta y el cuero de los asientos me quemaba. Como un acto de supervivencia, empecé a buscar algo que me cubra la piel y poder sentarme con tranquilidad a esperar. Todo estaba caliente menos el interior de esos libros que, dentro de su caja, todavía guardaban el frío de la noche anterior. Usé quizás unas 20 o 30 copias y recubrí el cuero con esos ejemplares que todavía olían a químico de imprenta. Para tapar las ventanas usé las camisas de las portadas. El interior del carro se había iluminado con una luz tenue y en mi pequeña cueva, tomé una siesta. Había logrado salvarme del calor.
Cuando regresó mi madre, con mi hermana llorando de su mano, me vio recostado y sudando sobre los nuevos libros. Me bajó del carro y me llevó a tomar una botella de agua helada. Mientras tomaba la botella de agua más satisfactoria de mi vida, escuchaba como mi hermana era castigada por mi madre.
Supongo que una de esas copias es esta que sostengo en mis manos y la carta que encontré entre sus hojas fue enviada 10 años antes de ese día, durante los días de investigación de mi abuelo. Dejo la carta, tomo el libro y lo guardo en el mismo estante que ha estado durante años. Tomo la desviación de no leerlo más. Se ha quedado así; en una lectura incompleta pero que invadió espacios íntimos. Sé queda el texto cerrado, sin movimiento pero como un objeto sentimental. Entiendo que he transitado una distancia de 30 años por el acto de interrumpir la quietud de un rectángulo de color azul.
La obviedad es que este libro me influye más como objeto que como texto. Su presencia, es molesta y obliga a indagar en cuestionamientos personales. No se puede ser indiferente a lo que provoca preguntas sobre mis desordenados procesos creativos. Y peor, negar que en este encuentro con el rectángulo azul se han transformado (deformado) de manera potente las intenciónes que tengo como editor o como recopilador. Ahora encuentro una postura de permanencia y de ser un retrato del tiempo. Y a la vez nace otra justificación para sostener la terquedad de escribir, editar e imprimir (en ese orden) cosas inútiles, y otra para dejar que los hermanos preadolescentes se cubran del sol con algún objeto que fue hecho con otra pretensión.