Nací entre casas que parecían ser una sola, casas construidas con retazos de otras casas, montadas unas encima de otras intentando no caerse, arrimadas para mantenerse de pie. Las solitarias se apoyaban usando bastones para no perder el equilibrio ya sea por el viento o por alguna falla en su estructura improvisada. Todas y cada una de ellas daban forma a los caminitos de tierra que se dispersan como las ramas de los ceibos. Entre ellas nací durante la tarde de un miércoles marcado en algunos calendarios como un dieciocho de octubre de 1995.
Aquel día la ciudad parecía recibirme entre sus festejos de independencia, entre el tumulto, la música, el baile y el duelo de algunos que se despierta con cada festejo que celebra la vida también se rememora la muerte.
Aquella pequeña ciudad se llamó Puerto Viejo desde su origen, o al menos eso dicen sus cronistas que vivieron ahí mucho antes de mis ancestros, mucho antes de fundirme con su imaginario. Aquel territorio lleva la forma de gran vasija cortada por un trazo de un río que separa su valle en dos; un norte y un sur desde su centro. O eso fue lo que entendí en la escuela cuando me explicaron con un mapa de cartón lo que se le conocía como valle. Palabra curiosa para un lugar ubicado entre montañas con veranos que agonizan cada vez que el sol desaparece durante las horas mágicas y luego renace con las madrugadas junto a la niebla que es arrastrada por las corrientes del invierno.
Aquellas imágenes de una ciudad extraña y distantes contenida en las memorias de personas que han perdido algo ahí o que se rehúsan a salir de ella, ficcionándose a sí mismas para no desaparecer entre la quietud descritas por algunos, como una sensación mágica y violenta como sus leyendas, como sus cuentos, como el cotidiano.
Para aquellas fechas durante el invierno, todo oscurece en las calles y se puede escuchar el canto de los insectos que dan compañía a las procesiones. Los insectos marcan el ritmo de la gente mientras caminan, todos juntos intentando sostener un altar cuya base parece ser de algún tipo de madera de laurel y latón con bordes que han sido adornados con flores. Cada flor delimita los pies descalzos de la virgen una figura hecha en parcela con algunas fallas en su acabado, una ceja mal pintada, alguna grieta en mano y una que otra desproporción en su rostro.
La virgen inmóvil e inexpresiva mantiene distancia con todos mientras es cargada. Ella viste telas largas y claras que parecen brillar bajo las lámparas incandescentes de la calle. Las palomillas también la rodean, seres frenéticos atraídos por los focos de las casas. Seres atraídos por la muerte de cuyos cuerpos solo quedaran las alas, restos que alguien encontrara prensados en el vestido de la virgen cuando se la desvista al siguiente día.
Entre la mitad del tumulto se observa con cierta dificultad una caja alargada de madera que bien podría ser el féretro de algún santo o el ataúd de algún finado siendo velado-flotando mientras se le reza y se le llora. Existe la posibilidad de que ese alguien que ha fallecido en aquellas temporadas de fiestas pudo haber enfermado a causa de algún tipo de fiebre de nombre extraño. Tampoco se descarta la posibilidad de una picadura de alguna culebra.
Desde las casas las familias miran a través de las ventanas y en los balcones todos se vuelven espectadores de palco, observando desde un punto seguro y distante para escapar de aquella marcha que parece unir la dicha y la desdicha con oraciones. Otras familias se preparan con sus mejores ropas para salir al centro de la ciudad, tradición de cada año.
El desfile sorprende a propios y extraños, reluciendo la pirotecnia sobre el cielo de la ciudad en sus noches muy oscuras. Las luces estallan en lo más alto haciendo tronar el cielo e hipnotizando a cualquiera que desee pensar que las estrellas están muchas más cerca de la tierra. La gente se convoca en pequeños círculos con sus sillas frente a los portones, veredas, cerrando calles, encendiendo las radios para sintonizar la salsa, sacar el puro y beber.
El centro y sus alrededores son todo celebración o fiesta, para conmemorar los orígenes de una ciudad independiente o esa es la excusa.
No muy lejos de ahí frente a las casas de la loma con las escalinatas de cemento, una anciana junto a su ventana escucha la radio mientras dos ratones en la cocina se pelean por el queso que ella ha dejado sobre la mesa sin guardar. La anciana se ha dormido sobre la sección del horóscopo y sopa de letras. El estallido de un diablillo tirado en la calle. La ha despertado de un susto, y lo primero que ha visto no ha sido la predicción para la temporada de libra sino a un niño con un sucre queriendo comprar un helado de vasito. Espera unos minutos para que su mente la ubique en el presente y luego ella toma la moneda desde la ventana mientras la radio suena anunciando el gran concierto bailable de Don Medardo y sus Players.
(Empieza música)
Un mensaje de amor para Portoviejo la de los reales Tamarindos
Al otro lado de la ciudad en sus periferias la misma emisora se escucha en la radio de un carro estacionado cerca de una cancha de tierra, su conductor enciende el motor y se va mientras quita el sudor de la frente mirando el retrovisor mientras se aleja.
A un lado de la cancha permanece inmóvil la Clarita, una travesti que se ha topado con el mal mientras iba pasando por ahí para tomar la ruta que lleva al centro al concierto. Allí la esperaban sus amigas para ir a la feria y treparse a la rueda moscovita mientras comían todas juntas unas manzanas acarameladas.
Alguien la ha seguido, le ha gritado, le ha escupido y luego le ha pegado por el maquillaje que usaba en su rostro, por el vestido que traía y la hacía ver despampanante, por su caminar poderoso y confiado… el mal le miró a la cara y no le perdonó la vida. El cuerpo de la Clarita parece no estar ahí por lo quieto que está, entre las hojas naranjas del gran árbol de tamarindo donde la han dejado. Ella ha sido cubierta con las hojas en una gran sábana que le dan cobijo en la oscuridad de la noche. De cerca esta elegante sabana de hojas se hunde entre los cortes profundos dispersos por todo su cuerpo, rellenando algunas de aquellas heridas abiertas, fundiéndose con la sangre que empapa la tierra.
Ella al igual que otras será parte de aquel árbol, será parte de aquellas historias que se contarán en futuras fechas. Ella será el mariconcito que ha muerto a machetazos y a quien no le dejó de importar a todos en aquella ciudad desde que decidió llamarse Clara uno de de los tantos nombres que ella quería.
Mientras duerme es para siempre iluminada por muchas de las luces que estallan en el cielo, desde ahí se pueden observar los fuegos artificiales y ver la rueda moscovita en el centro de la ciudad que parece distante. Y su lejanía se marca por el eco del gran concierto de Don Medardo y sus players de fondo mientras el sonido se disipa y las luces desaparecen entre la fugacidad del festejo.
Esta cumbia Chonera yo la quiero bailar,
Con mi negra sabrosa yo la quiero gozar,
Esta cumbia Chonera yo la quiero bailar,
Con mi negra sabrosa yo la quiero gozar.
Aquel territorio que conserva sus primeras marcas en sus calles es una de las urbes más pobladas de Manabí. También se podría decir que está llena de gente que no se encuentra así misma, ni al otro. Más bien se piensan en función a una imagen sacada de alguna lámina de recursos naturales del país. De esas que aprendes en la escuela mucho antes de aprender la fecha de independencia.
A fin de cuentas, la mayoría de las ciudades en la costa tienen por costumbre o tradición contar aquellas celebraciones que perduran entre las historias algo peculiares de los más mayores, entre las nuevas generaciones que olvidan u omiten algunas partes de aquellas historias que ocultan algo violento y lo vuelven fantástico o rumoroso. A veces hay que obligarse a recordar los territorios y los orígenes como un ejercicio que en pocas palabras abarcan una autogeografía, un recuento de aquellas impresiones que se quedan en la memoria y se vuelven parte de uno.
Esta ciudad cuyo nombre es Portoviejo en la costa de Ecuador, territorio caracterizado por un clima algo desértico y caluroso lleno de eventos curiosos y trágicos donde el tiempo parece haberse quedado estancado en sus mitos, historias y leyendas que cuentan las personas.
Un territorio ajeno donde no soy bienvenida, por ser como la Clara y siempre estar mirando a la cara del mal. En un lugar familiar donde lo popular conviven entre la violencia que se inscribe en mis memorias al igual que las memorias de la ciudad cada 18 de octubre en sus fiestas de independencia.
SERIE FOTOGRÁFICA
Mayro Romero
Fiestas Patronales
Fotomontaje en B/N
Fotografías de la sección de cronica roja y fiestas patronales de «El Diario Manabita».
2022
Ecuador