Corro cuesta arriba, el sol me pega a medio camino dibujando una línea entre la sombra y el inicio de un nuevo día. Mientras espero que un auto se detenga en el paso cebra, corro en mi lugar. La espera se siente eterna. Se detiene, respiro y sigo. Corro una cuesta abajo que se camufla como planicie. Me enfrento al semáforo que me inspira más confianza que cualquier paso cebra. Corro en mi lugar. Pido que no sea muy larga la espera porque temo perder el ritmo. Luz verde. Continúo. Me encuentro con uno o dos corredores en el camino, pero nunca son los mismos. Llega un tramo con más curvas y una cuesta abajo. Sé que lo que me espera es subir cuesta arriba. La tomo y ya no es tan dura como la primera del recorrido. Empiezo a sentir mis pulsaciones. Lo que sigue es curvilíneo y lleno de vegetación. Llego a un pequeño parque, lo rodeo y absorbo con mi pulmones y mis ojos el paisaje. La sensación es efervescente. Tomo el camino de vuelta; lo que fue en la ida cuesta arriba es ahora cuesta abajo y lo que fue cuesta abajo es ahora cuesta arriba. Van marcando veinte minutos. Los veinte minutos que determinan mi día entero.
En su memoria De qué hablo cuando hablo de correr, el escritor japonés Haruki Murakami confiesa que fueron veinte minutos los que lo iniciaron como el corredor de fondo que es ahora, ya a sus casi setenta años. Veinte minutos que aceleraban a su corazón tanto que debía detenerse preocupado. Veinte minutos es también el tiempo que yo tomo, aproximadamente por sesión, para leer la evolución de esos veinte minutos a horas de triatlones, semi maratones y maratones alrededor del mundo. En esos veinte minutos mis pulsaciones se adaptan a los ritmos de narración de Murakami. Hace poco volví a abrir el libro después de meses de abandono. Quizás sea mi retorno a correr lo que me ha llevado a retomar su lectura. Pensé encontrar en él la sensación de apuro, de energía incontenible, de ganas de devorar páginas y páginas que recordaba de una lectura anterior. Ahora afectuoso y desgastado me acompaña corriendo, con esa libertad a la que me invita leer, releer, subrayar y doblar bordes en la ausencia del resaltador. Su ligereza y su inmediatez me absorben profundamente, y después me permiten abandonar y retomar indistintamente en cualquier momento. Disfruto de la comodidad, incluso el ocio de alargar esta experiencia. La narración de Murakami se parece mucho a la ligereza y a la inmediatez que siento al correr sin un objetivo específico que vaya más allá, quizás, del simple gusto de hacerlo.
Dentro de los varios gustos que Murakami describe al correr, el que más conservo son sus descubrimientos constantes de nuevos paisajes. Cada tanto hay un nuevo país, una nueva pista, un nuevo reto. El parque Jingu Gaien en Tokio, la prefectura de Yamagata, la isla Kauai en Hawaii, el asfalto ardiente de las autopistas de Atenas, el río Charles en Boston y Nueva York en otoño. Cada pasaje que dedica a cada uno de estos paisajes es una carta de amor a la memoria y la resistencia. Mientras el río Charles lo aguarda cada tanto, la sensación de horror de encontrar animales muertos durante la maratón de Atenas o la necesidad incontrolable de comer fruta fresca para combatir el verano en Kauai no se llegan a repetir. Así, cada paisaje nutre la sensibilidad de Murakami como corredor y como escritor que, sentado frente a su escritorio, los recuerda sin afanes de precisión. Y es el río Charles el que brota en él, una y otra vez, el deseo de correr. Correr, como él describe y como lo experimento yo misma, es muy sencillo; no se vale de equipamientos adicionales, contrincantes, ni de canchas prefabricadas. Su cancha es el paisaje. En Quito nunca sé si es el acto de correr el que me desafía o sus eternas irregularidades montañosas.
Retrocedo unos años. Es Ottawa en invierno, todo es plano y nevado. No hay montañas en el horizonte, y tampoco irregularidades en el terreno. El asfalto de las veredas es liso. El cielo siempre despejado y celeste me llama a salir mientras dure la luz del sol. Salgo a correr, ya no para descubrir un barrio, sino para indagar en una misma pista. Vivir lejos de la casa seguramente me incita a frecuentar espacios que quiero inundar de familiaridad. Los funcionarios del gobierno canadiense cruzan, en sus patines que con cierta absurdez contrastan con sus ropas elegantes, el canal Rideau. Este es, como el río Charles en Boston, un imán de convivencia y comunidad. En el invierno la gente no se reune a su alrededor, sino sobre él. La mayoría patina, otros caminan, otros comen Beavertails (una especie de pancake frito que todos comen así no les guste). Y otros corren. Mientras Murakami compite contra los remeros de las regatas bostonianas, yo competía contra mi miedo de correr sobre hielo cuando el canal se congeló prematuramente ese invierno del 2014. En Quito corro con otros miedos; tropezarme con la primera curva de la intersección de dos calles donde la vereda parece tener gradas, pero son solo rupturas del cemento, que al cruzar uno de los varios sitios de construcción pise sobre una rendija de alcantarilla y caiga al vacío. Murakami describe el acto de correr como el acto de llegar al vacío.
Los pensamientos nacen, se transforman y se vacían en minúsculos movimientos musculares de la mano sobre páginas o pantallas. Cada vez más pantallas que páginas. Murakami describe a los pensamientos que aparecen en su cabeza cuando corre, como nubes. Son entonces pensamientos transitorios, efímeros, que se superponen, que cambian de forma al hacerlo y que pronto se evaporan o simplemente estallan. Hay ocasiones en las que me sucede lo mismo, en otras corro con una imagen tan fuerte que ni el mismo acto de correr la desaparece, en otras corro sin imagen alguna, pero aparece una y esa se repite en mi paso final. Sin embargo, mientras escribo, todas están en ese limbo entre el vacío y yo, y recuperarlas parece irrelevante – como tantas cosas que existen en el limbo, que mantienen las conexiones vivas sin ser habladas -. Lo importante parecería ser correr y escribir, con frecuencia sin saber qué son o qué significan estos actos. Correr y escribir como prueba y error, desafiando la resistencia corporal y la capacidad creadora. Cada uno como acto corporal, como acto imperfecto. Cada uno llevando y provocando distintas pulsaciones que nos recuerdan estar vivas. Y Murakami dice que si algo tenemos en común todos los corredores son nuestras pulsaciones.