Mientras Donald construye un muro, o se dispone a hacerlo, sus conciudadanos pasean por las playas del caribe mexicano, y los mexicanos están felices de recibirlos, a ellos y sus dólares.
Donald cree controlar el mundo desde la Quinta Avenida, y lanza desde su torre mensajes de odio a los pueblos del mundo, al mexicano en especial. Los mexicanos lanzan desde la Quinta Avenida pero de playa del Carmen, una respuesta encriptada.
Estamos en la Quinta Avenida de Playa del Carmen, México. Abundan los negocios destinados a los extranjeros. Es una suerte de Disney-Land versión Riviera Maya. Se venden tours para ir a ver delfines enjaulados, sombreros, souvenirs, ropa colorida y playera, tequila, joyas, lentes de sol, entre tantas otras cosas. Por esta callecita peatonal, de 10 metros de ancho, caminan ríos de turistas insolados, venidos desde Europa o Norte América. Están de compras, o bien se dirigen a sus resorts o al bus que los transportará a las playas paradisíacas del caribe mexicano. Estos gringos (gringo es todo aquel que viene a gastar plata) caminan con bolsas en una o ambas manos, a veces disfrutan de un helado, y los vendedores los acechan desde las orillas de la calle o desde las puertas de sus negocios. Alguno de estos vendedores, en tono histriónico y jovial, les lanza: ”big buyers uhm?, come to my store! what do you say about one more bag on your hands?”
En alta temporada me tocó trabajar como vendedor de tequila en esta Quinta Avenida. Trabajo muy popular que consiste en hablar con los turistas e invitarlos a pasar a la tienda. Ya en el interior, un cuartito de 9 metros cuadrados, repleto de botellas y con una mesa de degustación en el centro, se trata de vender coles por nabos, es decir vender tequila mediocre como si fuese una botella que cuesta cientos de dólares.
“Se solicita Vendedor. Pagos por comisión diarios. Requisitos: disposición al trabajo e inglés al 70%”. Eso decía el anuncio por el que decidí acercarme. No me preguntaron nada (no tengo documentos), me metieron en una camiseta verde demasiado gruesa para el abrasivo solazo caribeño, y me lanzaron al ruedo. El gerente del almacén en el que trabajé se llama Mauricio, pero le dicen el Duque, un señor gordo de unos 40 años de edad. Fue él quien me enseñó el arte y las técnicas de la charlatanería. El primer día que lo vi llegó en un carro del año y vestido de manera elegante, aunque no del todo sobria. Con sus zapatos de piel de cocodrilo, Mauricio tiene el aspecto de alguien que ganó mucho dinero en su vida. La ropa de marca y el reloj ostentoso no impiden que se mire en él al mexicano de origen humilde y popular que nunca dejará de ser. Es un tipo bien simpático, camina con un dejo de alegría y gratitud, balancea un bolsito que lleva colgado en el hombro, bolsito que francamente parece más de un vendedor de camarón que de un gerente.
“Yo llegué a playa del Carmen a los 15 años y vi cómo un primo mío contaba su money pack. Ganaba el dinero que quería, billetes de 5, 10, 20 o 50 dólares. Lo vi generando impresionantes cantidades de dinero. Le dije que quería trabajar con él. Mi primo me respondió, y estas palabras hasta hoy que tengo 43 años no se me olvidan: “regrésate a tu pueblo, estudia inglés y te vuelves para acá, que acá está tu casa. Yo te recibo y te doy techo y comemos todos juntos, primo. Pero hasta entonces no te puedo ayudar, no entiendes nada de inglés. Entonces me regresé a Campeche a aprender inglés. Y fue tanta mi pasión y mi deseo que aprendí muy rápido, y el señor Brown, el profesor, ya ni me cobraba las clases. En un punto hablábamos solo inglés con el señor Brown. Y yo entonces pensé en irme de mojado a Estados Unidos, me iba a cruzar la frontera, obviamente sin ningún papel en regla. Pero ahí me acuerdo de mi primo y me dije: ¿por qué me voy a ir allá, si ellos vienen para acá? Entonces a los 18 años, llamé a mi primo, y le dije: estoy listo.”
El Duque hace ya 5 años que dejó de vender en la calle, después de 20 años. Desde entonces es gerente de ventas de varios almacenes y es un ícono para los jóvenes. Los lunes bien temprano dirige un curso de ventas para los nuevos.
“¡Llevo 25 años de ser una rata con una cola bien grandota! Aquí si tienes buenos sentimientos… pues no estás hecho para este trabajo.”
Cuando lo vi en acción la primera vez (apenas lo conocí decidió demostrarnos sus habilidades) quedé sorprendido. En pocos minutos metió –sería el tercer grupo de personas con el que interactuaba– a unos desprevenidos alemanes a la tienda. Ellos hablaban poco inglés y él, ni un poquito de alemán. Mientras los llevaba a la boca del lobo, gritaba alegremente, a los vendedores jóvenes que lo admirábamos, dándose la vuelta pero sin dejar de caminar: “soy el pinche chingón, hasta en alemán putitos”
Yo me infiltré discretamente al local mientras Mauricio hacía de las suyas. Parecía una pinche ratota para uno que conoce de lo que se trata todo, de una estafa, pero los alemanes estaban admirados, sonreídos, casi hipnotizados ante el performance de Mauricio, en posición de encantador, con el torso caído hacia delante, los brazos en movimiento y una tonalidad de voz perfectamente modulada, haciendo sentir al otro en control de la situación.
Algunas frases resaltaban: “I got just what you want”. “Only people who treat themselves good can afford it”. O datos técnicos relativos a la elaboración del tequila, que sorprendían: “One year in american oak barrel and one year in french oak barrel”. Puras mentiras.
Al cabo de unos diez minutos los gringos pagaban casi sin darse cuenta 190 dólares por una botella de Mezcal que al local le cuesta 13. Mauricio me explica, “esto dejó de ser una profesión o un oficio hace mucho tiempo. Vender es un arte. Es el arte de manipular la consciencia de otra persona, es el arte de hacer que alguien diga sí cuando de entrada quiere decir no. Nadie quiere gastar 100 dólares, pero tu puedes hacer que lo hagan. Hay muchos vendedores que son buenos en lo que hacen, pero lo hacen por reflejo. ¿Qué pasa cuando dejas de hacerlo instintivamente, y le pones un poco de técnica a lo que estás haciendo? Pero antes que la técnica, hay que encontrar la pasión, la motivación y el deseo todos los días.”
—Y tú, ¿dónde los encuentras?— le pregunto.
—En las ganas de tener una buena vida, de pagarme mis lujitos, I like having the car of the year and two bitches on each side of my couch, nigga!
—¿Como los gringos?
—Como los pinches gringos— responde.
Así me lancé yo al ruedo. El primer día gané 20 dólares y me insolé. El segundo 45 y ya no me insolé.
A veces no ganaba un peso y a veces ganaba muchos, poco importa. Me la pasaba todo el día en la esquina de la Quinta con la calle 4. Ahí compartimos la poca sombra disponible, los de la tequilería, unas chicas y los vendedores de la joyería de al lado, ellos también bajo la responsabilidad del Duque. En efecto Mauricio no es solo gerente de las tequilerías (hay 5 en Quinta Avenida) sino de 17 almacenes, entre joyerías, almacenes de recuerdos y negocios de turismo.
Si se compara con el trabajo de los chicos de la joyería, el trabajo en la tequilería parece honrado. Lo primero que me llamó la atención en ellos, los de la joyería, es sula cara de buenas gentes que tienen, en especial Kevin, el más chistoso de todos. Se define a sí mismo como alguien incapaz de decir una mentira. Claro que Kevin es Pablo cuando habla con los turistas. “El Duque nos cambió los nombres para que suene más mexicano”, dice riendo.
Al igual que nosotros, los chicos de la joyería divisan a los turistas que avanzan en uno y otro sentido de la avenida. Cuando ubican a una presa interesante (sobre todo parejas blancas de más de 40 años de edad) los encaran diciendo: “Hello how are you?” Y ellos, los gringos, sofocados por tanto sol y por tantos vendedores y tantos saludos, pero fieles a sus buenos modales, responden, “I’m fine thank you”, y siguen caminando.
Pero nada está perdido para nuestros héroes que continúan: “Guys, don’t you remember me? I’m Pablo, the waiter from the Grand Palace”… Y entonces los gringos se dan la vuelta, se sacan los lentes para divisar mejor a su interlocutor, y dicen, al ver la indubitable sonrisa de los chicos: “Oh yes!”, y se dan las manos.
De cada 30, 10 se paran a conversar y de esos 10, 8 entran a la tienda. Cuando logran parar al gringo, es decir cuando logran hacerle creer que se conocen, la batalla está casi ganada para estos vendedores. Esto, palabras más, palabras menos, es lo que me explico el Duque.
A continuación, el charlatán afirma ser el mesero o el recepcionista del resort donde se quedan los gringos. Esto lo saben por las pulseritas que llevan los turistas. La Amarilla es del Catalonia, la azul del Playacar, la roja del Sheraton, y así. Esto da un tono de verdad a la conversación. Y afirman riendo que seguramente se ven muy diferentes sin su uniforme, puesto que están en su día libre. Se inventan toda una historia. Que en tal hotel se trabaja 14 days in a row, and then we have 2 days off. “Yo vivo por aquisito, a 3 cuadras”, se inventan, y luego dicen “y en mis días libres ayudo a mi abuelito que acaba de abrir a little store, because I’m the only one in the fam that speaks english”. Y los gringos ya casi enternecidos dicen “qué bueno, qué bueno” y luego ya entrados en confianza conversan de algo más y luego se despiden alegremente, “Goodbye! Have a nice day Pablo!”.
Pero apenas los gringos se disponen a continuar su camino, los chicos dicen in extremis, “Excuse me guys, don’t you want me to show u my grandpa store? La pregunta fatídica, y ellos, ¿cómo no? ya conmovidos por la historia, y confianzudos por la amena y desinteresada charla anterior , dicen “okay, why not?”, y caminan rumbo a la joyería.
Los mexicanos pagarán el muro, dice Trump desde su quinta avenida. Desde esta, un poco más al sur, Mauricio les dice a sus discípulos el lunes por la mañana:
¡Fuckin Donald Trump! ¿Este pinche gringo dice que nosotros vamos a pagar su muro? ¡Pues a cada gringo que venga saquemosle hasta el último billete de su bolsillo! ¡Que esa sea su motivación el día de hoy señores!