Nota editorial: Un miércoles a la semana por seis semanas la pantalla de mi computadora se fraccionó en más de diez cuadrados que fueron ventanas hacia la intimidad de cada persona que lo ocupaba. El encuentro por Zoom se dio por el encierro en que muchxs nos hemos encontrado los últimos meses por la pandemia. Trabajé gran parte de este texto en el espacio generoso del Taller de Escrituras Íntimas organizado por PezPlátano Espacio Cultural, facilitado por Daniela Alcívar Bellolio.

Este texto también forma parte de la convocatoria de Recodo.sx de Experiencias Sonoras, lanzada en 2019.

 

Zero

 

Sobre una pista de baile separada mínimamente de la tarima donde tocaba la banda vestida de rojo con luces azules tiñendo el aire, mientras mi mamá escuchaba el concierto desde la mesa donde dejamos nuestras botellas de cerveza vacías y nuestros bolsos, bailando al compás de Zero entre cuerpos sudorosos y una polifonía de voces ondulantes cantando a todo pulmón, pensaba que ese espacio era quizás de los más pequeños y de los más parecidos a un refugio dentro del abanico de escenarios enormes y elevados incluso metros por sobre el público donde habrá tocado la banda ese verano, el del 2019, con la gira de su álbum Goela Abaixo. También pensé que ese momento no se sentía transformador como lo había anticipado o como me había convencido que debía ser.

Antes de salir del hostal, donde nos hospedamos mi mamá y yo esa noche, me había puesto una falda amarilla de flores que mi amiga Rebeca llamó pollera la primera vez que me vio puesta. Nunca había escuchado a alguien pronunciar la palabra pollera sin que fuera cantada al son de la cumbia. Ese día, unos meses antes del concierto, venía de comprarme la falda para sentir que ya era primavera, sin saber que esa primavera iba a ser gris y ventosa, y casi tan dura como el invierno que la precedió. Contrario a lo que la costumbre puede lograr, no he dejado de sentir torpeza frente al lenguaje de las estaciones del hemisferio norte que en el este canadiense habla de manera brusca y entrecortada, y en los días más fríos puede hasta amenazar con dejar pegada a un poste a una lengua que se aventure a tocarlo. Recuerdo en estas líneas a Rebeca porque con ella compartí las primeras escuchas de la música de esa banda que hacíamos sentido en conversaciones que tallaban un espacio para que nuestros acentos latinoamericanos se encuentren y se confundan. Ella podía entender las letras de las canciones con mayor agilidad que yo porque en la escuela donde estudió en Paraguay, además de enseñar algo de guaraní, se enseñaba portugués.

Ya subidas al bus en dirección al bar que acogía el concierto caí en cuenta que había olvidado las entradas en el bolsillo que específicamente había escogido para que estén seguras. También empezaba a llover. Mi anhelo de llegar a tiempo al concierto era como  si alguien me hubiera estado esperando allí. Nos bajamos del bus en plena avenida con un nombre que no recuerdo y empezamos a avanzar a pie en sentido contrario al concierto. El desvío habilitando el cumplimiento del deseo. Cuando logramos detener a un taxi al frente nuestro, el conductor avanzó por esa misma avenida hasta que nos encontramos en medio de un cruce cuya geometría imposibilitaba continuar hacia el hostal. La curva en contravía, en la que nos encontramos de repente, hizo visible una esquina que albergaba alguna memoria de la vida que tuve en esa ciudad. Giré la cabeza, intenté conjurar la escena e insertar a sus protagonistas en esa esquina permeada por la extrañeza que, sin embargo, nunca me será extraña – pero no pude. Me pregunto si los recuerdos son como tomar una curva en contravía.

Esperé por meses ese concierto. Que ya sea junio, que ya sea verano, que ya venga mi mamá, que ya vengan mi primo y mi cuñada, que ya pueda compartir con ellxs esta vida donde siento a los pliegues del tiempo particularmente pegajosos sin importar la temperatura que se instala en el aire. Quería que ese concierto sea una experiencia transformadora, aunque no podía articular qué significa una experiencia transformadora para mí. No sé de dónde surgió esa idea prescriptiva de lo que debía ser esa noche.

Mi mamá y yo fuimos de las primeras en llegar al bar que recibió a la banda. Nos sentamos cada una con su respectiva cerveza en la mano, con nuestras miradas sonreídas alineadas por una línea horizontal invisible la una con la otra, y continuamos nuestra conversación. No sé si nuestros ojos se parecen, pero cuando he contestado el teléfono en ese departamento cuyas cortinas ella insiste en cerrar cuando no estamos, sus primas y amigas adivinan por mi voz que soy ella. “¡Merceditas! . . . Ah, has sido tú Carito, es que tienes la voz exacta a la de tu mami”.

De un instante a otro lo único que escuchábamos a nuestro alrededor era portugués. No podría nombrar la variedad de acentos que estaban haciéndose lugar en ese momento, pero pensando con lo que dice Alain Fleischer de que el acento es “un aspecto de la palabra, una línea sonora intermedia”[1], me propongo imaginarlos como líneas u ondulaciones cruzándose entre sí, confundiéndose, formando una red en ese espacio cuyas luces azules serían las únicas en hacerla visible. Esa escucha de portugués, de un instante a otro, activó la proximidad del concierto y también conjuró a todas esas escenas de mi tiempo en este nebuloso “acá” que convive con aquel inconmensurable “allá” que han sido acompañadas, más que por lenguas que en un momento me sentí motivada a agilizar, por música cantada en portugués en su mayoría proveniente de Brasil. Esa música sigue siendo la que amplía y desordena los horizontes de los abecedarios de mi vida.

Las noches de los lunes del invierno que acababa de pasar regresaba de clases pasadas las diez. Los dos minutos que suele tomarme el trayecto desde la parada del bus a mi casa se multiplicaban irregularmente esas noches, a veces por el miedo de caminar sola en la oscuridad, a veces por el miedo a que lo resbaloso del hielo me cause un accidente o me impida correr de algún peligro ajeno al hielo negro – ese hielo fino camaleónico que se confunde con el asfalto. Aún cuando camino por las distintas calles de esta ciudad es inevitable que me recorra un escalofrío al ver objetos y prendas botados, solos, viendo la luz del día después de meses de estar escondidos bajo la nieve, el hielo o las hojas, especialmente cuando son objetos asociados a lo femenino y parte de diseños pensados como parejas – guantes, zapatos, aretes. Ante ese miedo que estiraba el tiempo mientras tomaba mis pasos calculados por el hielo negro, empecé a tararear líneas cuyo significado aún no entendía, en esa voz que es también la de mi mamá y de tantas mujeres amadas, la letra de Zero.

Eso sí fue transformador, me digo, y no hay otra imagen que la del hielo negro que pueda conjurar esa sensación. No sentí al concierto como una experiencia transformadora porque ya llegué a él transformada. Y quizás escribir esto, haciendo estos ejercicios de memoria, sea una forma de rescatar esa musicalidad fragmentada y fugitiva de eso que en la superficie no parecería más que congelamiento, estaticidad.

Zero fue la canción que magnetizó a millones de usuarixs de YouTube hace algunos años al trabajo que la banda Liniker e os Caramelows venía cocinando en Araraquara, una ciudad ubicada en el estado de São Paulo. No sé qué algoritmo es el que me llevó a escuchar a su música, pero me gusta imaginar que es un algoritmo más amable que muchos otros. Envuelta por la modalidad de reproducción automática de YouTube, tras dejarme desplazar por varios hipervínculos hasta llegar allí, me encontré con el registro de un concierto que la banda dio en París alrededor de la época en que Jair Bolsonaro tomó la presidencia de Brasil. Recuerdo que antes de tocar la última canción, Liniker, la cantante y compositora de la banda, recordó al público que su presencia como mujer negra y trans en ese escenario en ese momento cantando canciones de amor no era menor. Y entonces arrancó el canto colectivo del público: “Machistas, fascistas não passarão”, “Machistas, fascistas não passarão”, “Machistas, fascistas não passarão”. Mientras el volumen de esas voces se disipaba la banda empezó a tocar los primeros acordes de la balada Flutua, un dueto entre Liniker y Johnny Hooker, cuya línea “ninguém vai poder, querer nos dizer como amar” hace que mi piel se sienta cada vez más fina. Hace un tiempo que ese video no existe.

No hay registro de ese concierto, al menos no en el sentido de que un algoritmo pueda anclarnos a él y un rudimentario click provoque la expansión de un thumbnail a un video que ocupe la pantalla entera del dispositivo a mano. No sé dónde quedó, pero tampoco es mi intención embarcarme en la tarea de descifrarlo, más bien quisiera intentar leer ese archivo como un archivo fantasma para, como lo propone Amelia Jones,  aferrarme a los restos que ha dejado en mi memoria y reencarnarlos aquí para reclamar sus futuros infinitos [8]. Futuros, como esa línea de Flutua, desobedientes.  

 

Boca

 

No sé en medio de qué parte de nuestra cháchara estábamos con mi mamá cuando escuchamos viajar desde el escenario hacia sus perímetros murmullos de los instrumentos musicales siendo afinados esa noche del concierto. El saxofón arrancando con un solo y una de las vocalistas acompañándolo. Al instante todxs, como polillas a una lámpara , dejamos todo y nos movilizamos hacia la pista de baile. Mi mamá y yo nos quedamos en la esquina izquierda al costado de un parlante y sin que yo me diera cuenta ella ya estaba filmando.

E na boooocaaaaa

Aqui dentro de mim tudo buzinaaaaaa

E na booooca

                         booooca

                                           booooca

Aqui dentro de mim

tudo

      Aaaaaahhhhhaaah.

Poco a poco quienes estábamos en la pista empezamos a acortar la distancia entre nuestros cuerpos con baile. Entre los “Lindos!” y “Maravilhosos!” que saltaban de algunas bocas como burbujas de agua hacia la banda, nuestras miradas empezaban a cruzarse y nos sonreíamos. Allí en la pista de baile, en nuestras bocas, en nuestros cuerpos, en nuestros ojos, todo buzinaba.

La primera vez que escuché el verbo buzinar fue a la salida de la Cinemateca Nacional Ulises Estrella de la Casa de la Cultura Ecuatoriana después de la proyección de Era uma Vez Brasília de Adirley Queirós un medio día de fin de semana hace dos años. El recorrido, más bien corto, hacia la marisquería Puerto Manabita donde nos esperaba el almuerzo y lxs amigxs que organizaron el festival que presentó la película lo compartí con Sonia, amiga del festival, y Wellington, su protagonista. Mientras nos acercábamos él notó con entusiasmo lo poco que bocinan los autos en Quito, en comparación con São Paulo. Ella, al percatarse de que él estaba buscando la palabra en español para describir aquel sonido, le dijo: “es casi lo mismo – bocinar, buzinar; buzinar, bocinar”. La primera diferencia de la cual me percato al pronunciarlas en voz alta es que la ‘u’ de buzinar comparte la disposición que una boca puede tener para besar.

Hay palabras en portugués de las letras de Liniker e os Caramelows que para ejercitarlas con mi boca no precisan que ni mi lengua ni mi mandíbula se muevan de maneras a las cuales no están acostumbradas. Esa musculatura que Cristina Burneo Salazar describe en su ensayo “Otra forma de besar” que ante el encuentro con otra lengua debe intentar nuevos movimientos, obligar al aparato fonador a la acrobacia de nuevos sonidos y vibraciones [3], a veces no la siento interpelada por algunas palabras. Hay otras que cuando las canto me percato del contacto desacostumbrado entre mi lengua y mi paladar, es decir de ese cruce de frontera muscular que les otorga su sonoridad y como escribe Burneo Salazar, su corporalidad [4]. Cuando llego a ciertas sílabas siento a mi lengua retroceder y gravitar hacia arriba para acercarse a mi paladar en un movimiento ambiguo que hace que me pregunte si eso fue un roce o si fue solamente una vibración.

Antes de narrar el recuerdo de un beso, Zero se detiene en nombrar unos dientes, unos labios y una forma de mirar de la persona a quien está dedicada la canción. Zero es entonces una carta, una de esas cartas de amor que recuerdo a Liniker confesando en una entrevista no haber nunca enviado. Ese ímpetu epistolar, en las palabras de Franz Kafka, es como hacer el amor con fantasmas. Pienso entonces en todos mis fantasmas. A los que les escribo cuando mi esfero color negro está al alcance de mi mano o cuando la batería de la computadora puede aún sostener la apertura de un nuevo documento en blanco. Y también a los que rasguñan el techo de mi cuarto y agitan la silla del balcón. Me detengo por un momento en esos fantasmas y sus itinerarios que a veces imagino por placer o nostalgia o sueño.

En Zero Liniker recuerda el beso que le dio a su fantasma en el cuello. “Me lembro do beijo em teu pescoço. Do meu toque grosso, com medo de te transpassar”. Quizás es su grosor lo que le dota a ese beso la capacidad de traspasar la piel del otrx. El temor por cruzar con el beso ese límite, esa frontera que es la de la piel, convive con el deseo de desarmar, deshacer, bagunçar. “Deixa eu bagunçar você. Deixa eu bagunçar você. Deixa eu bagunçar você. Deixa eu bagunçar você”. Conjurando a la pregunta que Spinoza se hizo sobre lo que puede el cuerpo, Burneo Salazar se pregunta por lo que puede un beso. Quizás algo similar se pregunta Liniker en Zero

Me gusta pensar en los besos de las canciones y videos musicales de Liniker e os Caramelows y las distintas temporalidades que proponen. En Bem Bom, por ejemplo, hay un beso mojado y solo guardado para alguien en la esquina de una boca. El beso ya existe y no depende de la presencia de otra boca para materializarse; es un beso que espera y conduce al suspenso. En el video musical de De Ontem hay un beso filmado en cámara lenta, un beso cuya temporalidad es estirada por una tecnología en una fiesta bajo la lluvia. Es un beso que, como diría mi amiga Cris, se estira como melcocha. Me imagino entonces a la música de Liniker e os Caramelows caramelizando el tiempo.

 

Calmô

 

Cuando Liniker anunció el final del concierto el verano pasado, no lo pude creer. Había pasado volando. No era ni media noche y ya se amplificaba otra música por el espacio. Seguíamos sudadxs, especialmente quienes habíamos estado en la parte delantera de la pista de baile coreando las letras con Liniker, y con una efervescencia particular la de Zero en medio de la cual ella nos invitó a un juego de mimesis vocal diciendo “First me, then you”. Por una hora y un poco más ese concierto fue una zona de contacto de acentos en su mayoría latinoamericanos, fue también una fiesta de lenguas en expansión, de cuerdas bucales vibrantes en un contexto que intenta desconocer a las lenguas que en estas geografías preceden a las dos que se han institucionalizado como oficiales para colonizarlas.

Fue una descarga acústica dulce.

Cuando me acerqué a mi mamá me dijo que le había impresionado la voz de Liniker. Consideramos llevarnos alguna mercancía de la banda pero no lo hicimos. Salimos por la misma puerta que entramos y los festejos de alguna feria organizada por la ciudad seguían en pie. La calle a la cual el bar desemboca se había vuelto peatonal para esa ocasión. Entramos a una especie de heladería y como ya no corrían los buses a esa hora, pedimos un Uber para regresar al hostal.

Le pregunto a mi mamá si tiene en su celular los videos y fotografías que había hecho durante el concierto. En un mensaje de WhatsApp donde incluye imágenes de las plantas que florecen alrededor de su casa con el agua que ella les riega todos los días, me dice que no tiene nada aparte de una imagen de un edificio cuya arquitectura le gusta mucho en esa ciudad. Lo que me imagino que sí conserva, pero no lo sabe, es el mensaje de voz de WhatsApp que le envié pocos meses antes del concierto para potenciar la ilusión de ir juntas. Calmô, la primera canción que me ancló a la banda, es a lo que suena ese archivo.

Ni en la letra de la canción ni en su video musical hay un beso. Pero su última línea – “Uma lambida nos zoinho é tão gostoso também” – conjura a un itinerario particular de la lengua. Calmô describe un entramado afectivo que tiene que ver con la cercanía entre dos personas al despertar juntas, al caminar juntas por una casa antigua enclavada entre montañas. Su video musical, donde hay distintas personas viajando en motocicleta por relieves verdes, filma de cerca las manos y brazos de alguien que aprieta al cuerpo de quien maneja. En ese apretujamiento hay una inclinación que surge desde y hala hacia atrás desafiando al movimiento de la motocicleta cuyo motor la lleva hacia adelante – desafiando al aceleramiento.

Burneo Salazar presta atención a la preposición “hacia” que, como muchas otras preposiciones de carácter espacial Michel Serres valora por su capacidad de “describir la posibilidad de una relación, de una flexión, de una declinación, más complicadas que ella pero compuestas quizás a partir de ella”[5]. Ella añade que la preposición “hacia” “nos conduce hacia otras zonas de nosotras mismas y, desde ellas, hacia el otro. En ese lugar entre la apertura de dos cuerpos, habrá siempre un tercer espacio, justamente el espacio del beso” [6].

 

Pela manhã, quando você acorda

O teu sorriso tão ligeiro vem me despertar

Vagarosa, formosa menina

Por la mañana, cuando te despiertas

Tu sonrisa tan ligera viene a despertarme

Tranquila, bonita menina

 

En Calmô no se canta un beso. Pero estas estrofas leves y alegres que asoman por la mitad de la canción, que entran en juego por medio de una traducción que hace visible el tránsito entre dos lenguas[7] – el español y el portugués – conducen a esa línea final que es también un beso más bien pequeño entre aquellas lenguas. Ese beso, que es más un balbucir, como lo describe Burneo Salazar, con “dos lenguas, bilingües y cunilingües”, es uno que halla “formas de contacto interior en una frontera mínima como nuestros labios”[8].

En un momento me imaginé que al pronunciar las palabras que pueblan las canciones de Liniker e os Caramelows esas noches sobre el hielo negro y también en ese concierto de verano las hacía mías. Burneo Salazar cita a Anne Dufourmantelle quien nos recuerda que “las palabras nunca son primeramente nuestras, siempre son las palabras de otros, u otras palabras, habladas por aquellos que nos preceden” [9]. Entonces me doy cuenta que es la música la que nos las presta.

Pienso en mi amiga Cris y en la carta que me ha escrito que está junto a ella en Quito. Imagino que esa carta, a pesar de no ser enviada aún, guarda un itinerario y es uno de los túneles por los cuales viaja nuestra amistad, esa que cuando nos conversamos estira el tiempo como melcocha. Aunque aún no la tengo en mis manos ya conozco su contenido. Al reverso de su saludo está una cita de Split Tooth (Diente quebrado), el primer libro escrito por la cantante inuit Tanya Tagaq, y junto a ella está el dibujo de una boca abierta que ilustra sus palabras. Sobre la lengua, tendida cara al techo de la boca, descansa plácidamente una salamandra. Su cuerpo es anaranjado y flexible. En el lenguaje de nuestra amistad esa salamandra es uno de los varios nudos vivos que intentamos desanudar en lo caliente y oscuro de la boca. Algunos son nudos porque no sabemos nombrarlos, otros son nudos porque no sabemos qué significan o cómo pronunciarlos. Algunos nudos, son entonces, las palabras de las canciones de Liniker e os Caramelows que al desanudarlos, nunca por completo, siempre a medias, sin sabernos del todo las curvas de sus torsiones, los devolvemos en canto.

Por la pared que dibuja parte del contorno del balcón de mis vecinas se trepa una salamandra de papel.

 

 


[1] Alain Fleischer, L’accent, une langue fantôme (Paris: Seuil, 2005), 54, citado en Cristina Burneo Salazar, “Otra forma de besar,” Historia y grafía, Universidad Iberoamericana 27, No. 53 (Julio-Diciembre 2019): 114.  
[2] Amelia Jones, “Lost Bodies: Los Angeles Performance Art in Art History,” Live Art in LA: Performance in Southern California, 1970-1983, ed. Peggy Phelan (New York and London: Routledge, 2012), 117, citada en Robb Hernández, Archiving an Epidemic (New York City: New York City University Press, 2019): 10. 
[3] Burneo Salazar, “Otra forma de besar,” 121.
[4] Burneo Salazar, “Otra forma de besar,” 122.
[5] Michel Serres, Atlas (Madrid: Cátedra, 1994), 77, citado en Burneo Salazar, “Otra forma de besar,”, 112.  
[6] Burneo Salazar, “Otra forma de besar,” 137.
[7] Desde ese tránsito entre dos lenguas, como lo propone Burneo Salazar para pensar una traducción sin fronteras, se puede afirmar “un sentido de la posibilidad que sea capaz de proyectarse sobre desplazamientos de otra naturaleza” (118).
[8] Burneo Salazar, “Otra forma de besar,” 137.
[9] Anne Dufourmantelle, Elogio del riesgo (México: Paradiso, 2015), 140-141, citada en Burneo Salazar, “Otra forma de besar,” 136.

 

Bibliografía
Burneo Salazar, Cristina. “Otra forma de besar.” Historia y Grafía, Universidad Iberoamericana 27, No. 53 (Julio-Diciembre 2019): 109-142.
Hernández, Robb. Archiving an Epidemic. New York City: New York City University Press, 2019.
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