Nota editorial: Escrito un 08 de marzo
Hoy es el día de la mujer. Podría ser también el día de la madre (¿hemos reflexionado con seriedad sobre esta curiosa diferencia?). En el uno, las mujeres hemos logrado que las flores regaladas sean cada vez menos frecuentes, procurándonos un día de protesta. En el segundo, nos regresarán las flores, nos devolverán el cielo al que, tal vez, no queremos pertenecer.
Escribo desde la noción que tengo de mi ‘ser mujer’, identidad que no logra desprenderse de mi ‘ser madre’. Aún no sé si podré salir hoy a la calle, si podré parar para unirme a las otras, porque soy parte del grupo de mujeres que se dedica al cuidado de lxs hijxs. Uno de mis hijos es una persona en situación de discapacidad. Mi ‘ser mujer’, a partir de él, es un ‘ser madre’ diversa, un ‘ser madre discapacitada’, en tanto la sociedad discapacitante y capacitista, al discriminar a mi hijo, también me discrimina. Generalmente, mujeres como yo carecen de reemplazo o quienes las reemplazan son otras mujeres que también querrán parar hoy, querrán gritar también, al menos hoy. La complejidad de esta cadena de cuidados nos coloca en una situación curiosa: cargamos con siglos de estigmatización, etiquetadas como las enfermeras, las cocineras, las profesoras, las gestoras, las costureras, etc., que proveen servicios a otrxs, de modo sacrificado y desinteresado. Sin esperar nada excepto flores. Y ese es el tipo de cielo al que nos han dicho que debemos aspirar. Los demás piensan que esos trabajos nos dignifican o incluso nos santifican, sobre todo si nos permiten cumplir una misión celestial como la del cuidado de los considerados ‘seres especiales’, misión por la que, creen muchos, deberíamos sentirnos bendecidas y ser gratas.
Pero lo que desconocen es que en el cuidado hacia lxs otrxs está nuestra resistencia a esas mismas etiquetas: también decidimos cuidar de lxs hijxs porque en cada sanación, en cada alimento, en cada canción, en cada tarea hacemos de ellxs personas nuevas, solidarias, libres, feministas. En un mundo como el que nos ha tocado vivir, no concibo para mí una maternidad que no sea política, en el sentido en el que asumo la responsabilidad del tipo de personas que saldrán en unos años de esta casa que compartimos, para vivir ese mundo y cuestionarlo. Criar seres humanos críticos, libres y nunca conformes: esa es mi consigna. Yo no quiero consentirme sobreprotejer ni alimentar pequeños egos para que salgan en el futuro a competir como fieras y a tratar de ser los primeros, a costa de todo y de todos, bajo el engaño tóxico del éxito y la autosuficiencia. Yo aspiro a abrazar y empollar curiosidades que puedan tener más tarde la capacidad de alzar la voz e indignarse, libertades que puedan caminar solidarias por caminos que aún no se recorren lo suficiente.
A veces, tengo la sensación de que si yo no estoy, el quiosco se derrumba. A veces es demasiado. A veces –ahora lo sé– el quiosco se derrumba. Pero cuando cuidas a otrxs como un modo de resistencia, pronto lxs otrxs empiezan también a proveer sus cuidados, a sostener la vida junto a ti. En una ocasión, el mayor de mis hijos sufrió una caída aparatosa. No suele ser fácil lidiar con sus accidentes, porque en su situación de discapacidad, no puedo evitar percibirlo más vulnerable cuando, por ejemplo, pierde el equilibrio. Cuando lo vi en el suelo, nariz y boca sangrantes, estuve a punto de desfallecer y sentí soledad. Pero mientras lavaba su rostro tratando de percatarme de la gravedad del golpe, su hermano, asustado por lo que veía y oía, se puso manos a la obra: sacó hielo del congelador, lo puso en una bolsa plástica y me lo dio para colocarlo en la boca del hermano herido. Tomó el teléfono y llamó a su abuela para que viniera a ayudarnos, una de esas mujeres que también permanece firme en esta cadena de cuidados. Luego, el hijo menor buscó toallitas húmedas y se encargó él mismo, sin preguntar y sin esperar que nadie más lo hiciera, de limpiar la sangre del rostro y de las manos del mayor. Me sentí conmovida. Más tarde lloró confesándome el miedo que le da pensar que algo malo le pueda pasar a su hermano. Y sin embargo, un día después, se molestó conmigo porque no dejé que su hermano se cambiara de ropa él solo, y me dijo en un tono bastante raro para alguien de su edad: “ma, ¿no crees que ya es hora de que dejes de pensar que es imposible. No es imposible, él sí puede. Deja que lo haga solo, confía en él”.
Días después, en cambio, el hijo menor lloró porque le reclamé el no haber avisado que saldría a jugar con sus amigos, una regla definitiva para nuestra convivencia. Mientras lloraba sintiéndose culpable, el mayor, cuyos supuestos «problemas de empatía con las emociones del entorno» suelen ser señalados con desparpajo por los médicos que le han etiquetado de «autista», se le acercó y le preguntó qué sucedía. Sin esperar respuesta, fue por una servilleta de papel y limpió sus lágrimas. El hermano menor sujetó su mano y la besó.
Desde esta, nuestra trinchera, resistimos. Nos hacemos sensibles ante la presencia del otrx, ante sus circunstancias. Nos negamos a seguir la dinámica egoísta del mundo que negocia con las flores para regalarlas como premio de consuelo. Estamos en paro constante. Cuidarnos es nuestro mayor grito de protesta.