Acompañadas por su sirviente, las chivas andan por las calles de Guayaquil, para encontrarse con los que toman su leche. Entre las calles Gral. Calicuchima y Pío Montúfar, cerca del Hospital del Niño, dicen que las vieron. En la esquina del Hospital, un papel de caramelo vuela rastreramente, hasta que se estanca en la cuneta de la vía, en el agua opaca que burbujea. La leche de chiva, te comenta el vendedor de bollos  –la toman los estudiantes y los niños, también los que les duele la garganta.

Este día, nadie las ha visto.

Caminas hasta el mercado José Mascote por la calle Antonio de Alcedo y Herrera. Vas por el mercado intentando tropezar con las chivas, pero te son esquivas. Entonces te topas con unas gallinas que están a la venta, a la vuelta del mercado. Las venden como están, para el engorde. Las gallinas son transportadas en maletas o quintales, amarradas los pies y apoyadas al cemento. Para ser aves terrestres, domesticadas, el pavimento les pesa. Mientras el cemento se calienta y humedece, las gallinas son guardadas en un quintal. Los vendedores de gallinas te evidencian que las chivas no tienen sitio parado, que no tienen punto fijo, que encontrarlas no depende de quien las busque, sino del recorrido que hayan emprendido. Las chivas van por la ciudad y se adelantan a cruzar la calle, como arrastrando a su siervo.

–No las he visto… por ahí andaban por el Mercado Central, por ahí, te dicen en la tienda de a la vuelta. Caminas por Sucre, siguiéndole el paso a una señora que empuja un cajón de plástico lleno de bebidas y hielo. Cuando ella se detiene, le preguntas por las chivas. -No, hoy día no he visto, por aquí saben andar, pero hoy día, no he visto. Le compras un agua a la señora y sigues caminando.

Un viernes, un agente de Policía Municipal fuera del Mercado Central, te dice que hace un mes que no las ve, pero que – si las veo, las saco de aquí.  Cerca al Mercado las llantas de los buses, de las motos, de los carros marcan el paso de las semanas en el asfalto. En la esquina del mercado, el pito de un carro se aleja y se funde con el del bus. El cemento soporta las ruedas, aunque a veces tiembla cuando los buses pasan. Más adelante, en una estación de periódicos, te dicen que el siervo –podría estar por ahí dentro de la Bahía, tapiñado, vendiendo. Aprovechando la cantidad de personas.

–No, para qué, te dice un vendedor de pasteles de la Bahía de Guayaquil. –Si sabe andar con un poco de chivitas, pero no lo hemos visto. Hoy día no lo hemos visto. —Entre los vendedores ambulantes parece haber algo en común. Los vendedores de agua, de lavacaras, de jugos, de colas, de bollos, de rasca espaldas, de globos, de muñecas, de medias, parecen estar todos midiendo la ciudad.

– Que siempre anda por ahí, te afirma uno de los clientes. Te convence de que las personas sí toman, porque es bueno para los pulmones, para el asma, para todo. Antes de irse dice -que más tardecito puede llegar. Parece que las chivas están cerca de las ruedas que colman las calles.

Cambias de rumbo y circundas los pasajes. Entre las tiendas del centro de Guayaquil se amontonan formas antropomorfas, que se confunden entre ropa, zapatos, pelucas, plástico. Las calles se abigarran por el agotamiento y el paseíto. Coches, jugos, parlantes, todo está a la venta. El vitral expone siete maniquís. Tres hombres, tres mujeres y un niño. Todas definen un cuerpo fornido y musculoso, aunque una, quizás por necesidad de la cabeza, esté decapitada. La tienda es un gran corredor, con los maniquís apoyados en los costados, ninguno es igual a otro. Cada uno parece sostener un gesto y una personalidad guardada. Afuera, una señora empuja el coche de su hija, su hija juega, desprevenida del resto, con un bebé de plástico rubio. Juega a ser mamá. Alrededor de estos muñecos de plástico, te enfocas en una muñeca que está de pie, en una caja rosada con diseños de flores moradas y blancas. Está sujetada de los tobillos y de las manos, por cuerditas elásticas de plástico. Su mirada apunta al piso. Parece que venía de la peluquería, su pelo rubio, oxigenado, luce un cerquillo y dos chimbas. Su vestido es blanco con un estampado de flores naranjas y verdes. El empaque de la siguiente muñeca es rosado también. En este se lee la marca Fashion Beauty. Desde allí, te percatas de un juguete con la etiqueta de Little Baby Alexis, un bebé de plástico que, al aplastarle la panza, emite una canción. Te supones que funciona con baterías y que las deberías reponer cada tanto. Un extraño olor te recuerda de las chivas, te acercas al vendedor de jugo de coco, que dice –no por aquí ya no venden eso. Está prohibido. No ves que los robaburros se las llevan. Te acercas a otro agente municipal, E. Zúñiga, en su placa. Él te explica que la Ordenanza Municipal prohíbe que anden deambulando por la vía pública con eso.

Piensas en irte. Te alejas de los pasadizos, para llegar a la calle Chimborazo. Subes al bus. Éste dobla la esquina y la ves. Se quedaba en pausa frente a los rincones de los edificios, como buscando cuevas, con sus ojos amarillos, delirantes, con sus pupilas horizontales. La chiva se sube al mismo bus que tú, a las cuatro de la tarde. Piensas en el aluminio del piso y en tus zapatos y en las patas de la chiva. La chiva se intenta sentar, pero el sirviente la mantiene de pie, no la deja languidecer. Cuando el bus se detiene, la ubre empieza a ser exprimida, mezclándose con los dedos de la mano de su sirviente. Te compras un vaso y el bus empieza a andar.

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