Por Carolina Benalcázar y Sarah Jane Foster

Nota editorial: Este texto fue originalmente publicado en el marco del 5to Festival Latinoamericano de Cine de Quito – FLACQ, como parte de una publicación impresa inspirada por la película La vendedora de fósforos.


María Villar es Marie, aunque a veces la pianista anciana a quien le asiste volteando las páginas de las partituras, la llama María. Ella protagoniza y narra este film, y dentro de él, en una escena que parecería ser tan solemne como iluminadora, recita el cuento del danés Hans Christian Andersen. A pesar de que crecimos conociendo el relato como La pequeña cerillera, pues ese es el título que lleva la edición que siempre nos ha acompañado, aquí lo conocemos como La vendedora de fósforos. Este es también el título del film de Alejo Moguillansky y de la ópera experimental que lo habita y que es en parte responsable de llevarlo por los más insospechados caminos. Pero quién es realmente la responsable por las volteretas, la gracia y la candidez es María. O Marie. O María.

Marie, Walter y Cleo son una familia. Al inicio del film, sentado en una cafetería, Walter recibe la propuesta de dirigir la ópera La vendedora de fósforos en el Teatro Colón en Buenos Aires. En la mesa diagonal a la suya están Marie y Cleo. En la silla frente a la suya está Helmut Lachenmann, haciendo la propuesta en un inglés acelerado y atropellado. Lachenmann es un compositor alemán, conocido como el padre de la música concreta instrumental. Una guía corta a su música publicada por The Guardian, insiste que “debes botar tus preconcepciones sobre las convenciones musicales por la ventana y prepararte a encontrar y escuchar belleza donde hubieses pensado que no era posible encontrarla – en los rasguños, arañazos y suspiros que los instrumentos e instrumentistas pueden producir, así como las verdaderas notas que realizan”.

Walter sale conmocionado de la reunión, no tiene plata para pagar el café, Marie tampoco, pero deja su tarjeta de crédito que no tiene fondos como prenda hasta que alguno de los dos pueda regresar a pagar. Cleo espera en una esquina. En casa, Marie y Walter se preguntan cómo materializar los rasguños, arañazos y suspiros de la música de Lachenmann, dónde ubicar a la nena que interpreta a La vendedora en el escenario, cómo iluminar, dónde ubicar a la orquesta. De Marie se desprende una fuerza creativa que sostiene a esta pequeña nube de ideas, pero que también acompaña, abraza y disuelve las fronteras entre los dos mundos que componen al film: el interno y el externo, el narrativo y el metanarrativo, el textual y el intertextual.

Esa simbiosis insospechada de mundos es quizás la más reconocible característica del cine de Alejo Moguillansky. El loro y el cisne, su film del 2013, hace con el ballet y un operador de boom llamado Loro, lo que aquí hace con la ópera y Marie. ¿Qué hace?, sería entonces la pregunta. Sabemos que algo hace y que algo de su candidez nos interpela. Lejos de ser un sistema rígido de metáforas y símbolos, hay una riqueza de texturas, tonos y temas que disuelve una lectura literal e invita al juego. Pero las dos opciones se mantienen presentes, entonces termina dependiendo de la espectadora cuál camino tomar: el literal o el del juego; intentar leer la partitura de notas formales y sus frecuentes rupturas de rasguños y arañazos, o no leerla y dejarse llevar por la música. En La vendedora de fósforos, el juego prevalece para nosotras, quizás por la misma presencia de la música. O por más cosas.

Regresamos a Marie, Walter y Cleo, siempre acompañados por la música. Su día a día es sencillo y responde a la vida de una familia común y corriente de clase media en Buenos Aires. Moguillansky no intenta ser grandilocuente en filmarla y presentarla a nosotros. Es más bien una cierta elocuencia la que se cuela y la que sirve para sugerir algo sobre algunos de los secretos y deseos de los personajes. Las referencias históricas y culturales — que van desde Al azar de Baltasar de Robert Bresson y Schubert, hasta el Ejército Rojo de Alemania de los años setenta y la influencia de los gustos burgueses en el arte de vanguardia — son algunos de los dispositivos que hacen un guiño hacia aquellos mundos escondidos. En una escena conmovedora, Lachenmann cuenta que se inspiró en una amiga guerrillera para su interpretación de la nena de La vendedora de fósforos. La pianista anciana que contrata a Marie resulta tener un pasado un tanto más radical de lo que su disciplinada dedicación a Schubert sugeriría. Cleo se escapa a un sueño de Bresson. Y Marie da una vuelta inesperada a la historia para cumplir sus propios deseos.

A través de todas estas historias, la película teje una red de preocupaciones acerca del arte y la sociedad, sobre la creación, el dinero, la inocencia y la impotencia que a veces sentimos frente a nuestras circunstancias. La red es a veces caótica, y de repente volvemos a ser niñas queriendo perseguir la historia como un rompecabezas.

Cuando tratamos de juntar todas las piezas, nos quedamos con las mismas dudas de los personajes: ¿Qué tanto podemos tomarnos en serio?, ¿Hacer arte es un acto radical o es una forma de jugar?, ¿O será que la imaginación es algo más valioso de lo que acostumbramos pensar?

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