Estaba desempleado y todos los que estaban al tanto me advertían no poder aguantarme más en esa situación, no obstante, una voz escrupulosa dentro de mí, me recordaba siempre que “todo iba a estar bien”… si acaso podía conquistar el día sin cagarla demasiado.

La desesperación se veía en el paso obsesivo de la gente que atiborraba las angostas calles con pasos llenos de prisa. En los cientos de rostros de hombres, mujeres y niños se notaba necesidad de ir hacia algún lugar. Todos se movían en distintas direcciones. En el centro de mi ciudad no hay distancias demasiado prolongadas así que en medio de todo eso, casi sin darme cuenta, estuve frente al ayuntamiento. Se me ocurrió entrar. Subí las escaleras de caracol en un edificio antiguo, conservado desde la época colonial. Sus espacios llenos de paredes altas y todas pintadas de un blanco brillante, sugerían un lenguaje proxémico muy sutil.

En el tercer piso los anuncios en una cartelera del pasillo, adornada con papeles de colores, indicaba con detalle la ubicación de una de las oficinas de admisiones. Busqué y encontré una entrada amplia, el departamento de empleos. Había un rótulo : “sé cada día la mejor versión de ti mismo” – mierda, pensé.

Me puse en la fila y me fijé en los personajes que había antes que yo. Hacia la ventanilla de recepción de documentos, se dirigían muchísimas miradas de apremio. Estaba  un tipo con un traje oscuro, desteñido y viejísimo: usaba unos pantalones acampanados como en los setentas y unas gafas cuadradas Ray-ban que le disminuían un poco su apariencia de ansiedad. El loco se refregaba las manos, mostraba los dientes de una sonrisa amplia, nada disimulada y veía el reloj de su muñeca cada diez segundos. Los movimientos de él me ponían muy inquieto, al borde de querer gritarle. Había también una mujer de unos treinta años de edad aproximadamente, que mordisqueando chicle de la manera más ruidosa posible, hacía burbujas de aire y las reventaba entre sus labios y dientes. Ella estaba mucho más próxima, y yo la miraba ojear Facebook en su teléfono celular rumiando, como el chicle de su boca, la vida de sus conocidos y familiares que se actualizaban cada minuto. 

Me fijé en uno de los hombres que salió de la oficina, tenía una cara desahuciada, sin esperanza. Miré una vez más los muros inmensos y blancos de la oficina. Imaginé un pabellón de psiquiatría, donde todos los pacientes cumplían una actividad en silencio por efecto de los fármacos. El hombre delante de mí me tocó el hombro; era mi turno. En la ventanilla me asignaron un ejecutivo de recursos humanos y a mí me parecía increíble haber llegado hasta allí.

Me senté frente al escritorio de un tipo gordo y bien vestido:

—Buenos días amigo, ¿en qué podemos ayudarle?— me dijo con una actitud muy paternal.  

— He estado desempleado mucho tiempo, busco un trabajo y creo que ustedes se dedican a encontrarle oficio a la gente, ¿no es verdad?

—Así es— dijo el tipo mientras se acariciaba la barbilla.

— Me gusta escribir— dije, seguramente hay una oportunidad para alguien que sabe escribir.

—¿Qué sabe escribir?— me pregunta él, detrás de su escritorio obsesivamente bien organizado.

—Historias. Sé narrar, relatar. Todo el tiempo estuve siempre muy seguro, esperando pacientemente las respuestas del hombre.

—¿Nada más?— Ironizó.

— No, nada— dije. Estaba dispuesto a irme.

Me dirigió una mirada compasiva, frente a él, era yo un pobre diablo desesperado que no había aprendido muy bien cómo funciona el mundo real,  sugirió que yo necesitaba “actitud positiva”. Lo siguiente son diez o quince segundos de silencio, aunque todo alrededor era ruido. Me di cuenta de que la oficina olía como a recién limpia; al piso lo habían trapeado con un desinfectante de eucalipto. Eché un ojo al escritorio una vez más como al principio; todo parecía guardar un orden compulsivo: los documentos en la mesa correctamente apilados, los archivadores en las paredes, con centenares de carpetas negras llenas de documentos que probablemente nadie nunca revisó jamás, el teléfono que sonó unas tres veces mientras transcurría la conversación, de la impresora  salían papeles en gran número, igual que de la boca del hombre salían palabras. Después, el tipo interrumpió el silencio y me habló de cómo funciona el éxito, me dijo que seguramente yo probablemente no tenía ningún pensamiento direccionado hacia mejorar mi situación actual, y en consecuencia de eso me había ahogado en la comodidad de mi estatus. Mientras el boss hablaba yo intentaba reacomodar mis nalgas en las sillas de palo, de verdad quería abandonar ese lugar cuanto antes.

La verdad no puedo contarles cómo continuó la conversación. A partir de entonces el ejecutivo me invitó a una “reunión de emprendimiento”, “un ejercicio en el cual a las personas con dificultades se les asigna algún tipo de oficio por medio del cual resultan productivos” – Es cuestión de mejorar la situación económica— decía él—.

Perdiendo la paciencia, le dije:

—Me cansé de golpear las puertas equivocadas—

Esta es la indicada— contestó, siempre con su sonrisa idiota en la cara. Tu problema no es profesional, está aquí— dijo colocándose el dedo índice de la mano derecha en la sien.

—Coloque mi información en el sistema como dicta el procedimiento—, exclamé fatigado. Quería largarme.

De hecho, es todo cuanto puedo hacer amigo pero le invito a la próxima reunión, concluyó.

Me negué por última vez a asistir al club de pequeños emprendedores, yo no era uno de ellos. Me parecía que había perdido el tiempo entre una cosa o la otra. Las filas en el banco para depositar o retirar dinero es perder el tiempo, fila en las iglesias para hallar algo de esperanza; gente que hace filas interminables. El mundo mismo está esperando su turno en una fila, pierde el tiempo porque ya está en el horno. Yo lo he probado, he probado la agonía del mundo, intenta buscar una oportunidad para que te den un golpe en la cara. Todo está diseñado para machacarnos a diario, hay personas que cierran sus ojos y se acomodan, se ponen el disfraz de hombres y mujeres exitosas, de modelos de vida, de los “number one” y caminan por ahí con prisa porque se atrasan en la fila inútil del establecimiento. Yo no soy como ellos.

Al fin, abandoné esa oficina y por las escaleras pensaba en todo lo que digo ahora. Caminaba con el mismo ritmo de siempre, lento, sin apremio.

Al llegar a la calle pensé: soy un simple ser humano vagando. Me sentí dichoso.

Al doblar la esquina un hombre ciego agita el bote de las limosnas. Busco en mis bolsillos y le doy todas mis monedas.

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