Nota editorial: Ordinaria, exposición presentada en Arte Actual Flacso fue  nuestra primera experiencia curatorial. El trabajo se realizó de manera coordinada con la artista quiteña Sofía Acosta (La Suerte) durante el mes de noviembre de 2018. En la realización surgieron discusiones sobre la creación de espacios seguros. Este proceso se convirtió en una oportunidad para revisar las conversaciones que giraron en torno a la busqueda de métodos para garantizar la seguridad de lxs actorxs en el contexto artístico y académico. Esta contribución de Karina Marín nace a partir de estas indagaciones editoriales.

El último grupo de visitantes que recibimos en la exposición Cuerpos que (se) miran estuvo integrado por atletas de Olimpiadas Especiales, en la ciudad de Cuenca, Ecuador. Habíamos fijado una fecha para hacer un recorrido mediado para personas con discapacidad cognitiva. Llega, entonces, este grupo de personas jóvenes y adultas, con el atuendo deportivo rojo que señala su pertenencia a una institución: algunas juegan fútbol, otras hacen natación, otras practican distintas disciplinas del atletismo. Alguno ha viajado a torneos en el exterior como parte de la delegación ecuatoriana y ha ganado para el pequeño país de la mitad del mundo una que otra medalla.

En esta ocasión, las y los atletas se presentan en calidad de espectadores de obras de arte. Desde el inicio, se nota que ninguna sabe a lo que va, incluyendo a los profesores y guías que los acompañan. Sin embargo, se muestran dispuestas a escuchar y a mirar bajo las instrucciones que sus guías les dan a cada momento: “¡A ver, vamos a hacer una fila bien ordenadita! ¡Todos calladitos, sin desordenarse! Saluden y digan ‘gracias’, a la 1, a las 2 y a las 3…”

Iniciamos el recorrido. Frente a cada obra, sus guías les indican que deben estar atentas y atentos a la explicación que les doy. Pero lo que yo quiero, en realidad, es que miren y que digan lo que ellas y ellos quieran, si quieren. Lo que yo quiero es que el lugar se desordene, que retumbe en sonidos de huesos resonantes, de músculos que aletean y se descontrolan. Sé que muchas y muchos de ellos no me escuchan: preferirían desbordarse, correr detrás de sus impulsos, liberarse y liberarme. Pero sus guías les piden hacer silencio. Les someten. Y luego yo trato de decirles cosas que tengan sentido. Cumplo con mi función. Me someto.

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El maravilloso Tobin Siebers dijo alguna vez que la figura de la discapacidad “ha salido del asilo, del sanatorio y del hospital para tomarse la galería de arte, el museo y el espacio público”. Coincido con él porque sé que está sucediendo. Poco a poco, los cuerpos de la discapacidad y las imágenes que los portan empiezan a abandonar los espacios de segregación para imponerse en los lugares de los que fueron tradicionalmente expulsados. ¿Cómo y en qué medida podía caber lo anómalo, lo tullido, lo feo, lo idiota, lo monstruoso en los espacios de lo bello y lo sublime? Continúa Siebers afirmando que la discapacidad es ahora y será en el futuro “un valor estético en sí mismo”. Pero el valor estético del que habla Siebers tiene que comprenderse con toda su carga ética y política: la discapacidad se toma ahora el museo y la calle para poner en crisis la hegemonía de lo bello y de lo limpio. Es decir, aquello que llamamos ‘arte’. Esa pretendió ser la provocación de la exposición Cuerpos que (se) miran: desestabilizar certezas, imaginarios, conceptos. En definitiva, poner en cuestión cualquier categoría.

¿Qué sentido tuvo entonces organizar una actividad para que un grupo de personas catalogadas como ‘individuos con discapacidad cognitiva’ asistan en contra de su voluntad a un espacio como el de la galería o el museo, un espacio históricamente vacío de estos cuerpos distintos? Sus guías podrán decir en sus reportes que los llevaron a realizar una ‘actividad cultural’. Punto. El museo podrá decir que cumple con ser inclusivo y con recibir a públicos diversos. Punto. Quienes gestionamos el evento cultural podremos informar que hemos cumplido con nuestro cometido. Y punto. Pero ellas y ellos ¿querían estar ahí? Y luego, más allá de los requisitos formales del caso, ¿quería el museo que estuvieran ahí? Tal vez sí, pero en orden, haciendo cola, prestando atención. Personas con discapacidad cognitiva prestando atención. Personas con déficit de atención obligadas a prestar atención. El chiste se cuenta solo.

Hago, en este momento, un ejercicio de auto-crítica que no me resulta del todo fácil. Es, más bien, doloroso. Incluso, planteo una provocación y cuestiono mi propio trabajo: una vez que la discapacidad ha salido de los espacios tradicionales de segregación, para seguir siendo controlada y modelada fuera de ellos, las instituciones y prácticas culturales que consienten esos modos de control se transforman, a su vez, en espacios que perpetúan la segregación y la homogeneización. Los cuerpos del caos pueden entrar solamente si demuestran que son capaces de comportarse o, como diría el lenguaje terapéutico de moda, si son capaces de “auto-regularse”. Si queremos pensar en las instituciones culturales como en espacios para la democracia, para la promoción de las diversidades y de los derechos ciudadanos, este tipo de situaciones deberían llegar a su fin.

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Meses después, voy con mi hijo a una exposición en un centro cultural en Quito. Mi hijo, un individuo catalogado como un cerebro incapaz de concentrarse, como un cuerpo que debe aprender a auto-regularse, entra en el espacio expositivo y estalla: va y viene, prueba uno y otro objeto. Escucha. Ríe. Da vueltas. Explora a su modo y con mi complicidad. El guardia de seguridad que vigila la sala se concentra en su cuerpo. En ese espacio de silencio, en el que solamente se permite que suene eso que llamamos ‘arte’, un cuerpo como el de mi hijo llama la atención del ojo vigilante casi de manera exclusiva. El guardia, entrenado para homogeneizar comportamientos tan solo con su presencia, no logra comprender esta otra presencia. En algún momento me pide que la contenga, que la regule, que la detenga.

Entonces, vuelvo con la memoria a ese día en Cuenca: uno de los atletas mira las fotografías del artista colombiano Santiago Forero y con su voz agudísima interrumpe mi torpe explicación: “¡Yo lo conozco! –dice, emocionado– ¡es el que sale en Game of Thrones!”. La guía del grupo le dice que haga silencio pero luego retrocede cuando ve que el comentario del joven muchacho ha llamado mi atención. Le digo que sí, que tiene razón, que son muy parecidos. Luego empieza a hacerme más preguntas, se acerca a otras fotografías, comenta. Su voz resuena en la sala de exposición, se libera, se escapa. Ríe y camina de un lado al otro mientras busca mi mirada y comenta. Desestabiliza la solemnidad del momento. Lo desordena.

Mi hijo y él: pequeñas luces resistentes en medio de la oscuridad.

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