I La humedad

Mi cuarto en Quito (llegué desde México) me recibió sucio, empolvadísimo, húmedo, en fin. Me pasé toda la mañana dándole vuelta, pasando un trapo, barriendo, acomodando. Moví la cama, el velador y el escritorio. A ver si funciona el feng-shui. Girar las energías me dije.

Y en ese desbarajuste de humedad y polvo, en el envión del arreglo general, entreví en medio de una caja de cartón mis diarios de viajes.

No es que mi madre no me quiera para recibirme con el cuarto en semejante estado. Es que ya no es mi cuarto, ya les acostumbré demasiado a estar yendo y viniendo. A Brasil por el río, luego a Argentina y Chile durante meses, y otro tipo de escapadas. Ni modo, es inevitable. Pero tampoco es que qué bestia… si para empezar mi cuarto, el de ahora, no es el mismo que tuve cuando era niño. Me desplazó mi hermanito chiquito (20 años nos separan) y yo me relegué de buena gana a una especie de sótano, más independiente, intuí, pero más húmedo, ignoré. El caso es que los cuadernos de viajes están ahora desechos por la humedad. Eso les otorga un cierto caché, una fragilidad, la prueba de vida que contienen, y sobre todo del olvido que terminará por corroerlos. Siempre es igual. Olvido y memoria son dos caras de lo mismo.

Todos los cuadernos están al borde de la extinción, menos el que acabo de escribir en México, obvio. Está seco y quizás por eso es el menos interesante. Además que escribí menos y peor. Exceso de tecnología, quizás. Hartazgo de lo nuevo. La adultez, me digo. Aunque si hay cositas que rescatar. En mayo escribí: “Las gotitas de agua en el cuerpo de la Aranza mientras sale del mar” como un recordatorio. Y también escribí algunos relatos sobre mis aventuras de retratista ocasional: realicé como pude un portrait de Pablo Escobar, encomendado por un fan oaxaqueño. Y también retraté a un muerto. Ese pedido me lo hizo el hermano del difunto: “he aquí la última foto que queda de él. Dicen que no hay como ampliarla (es una vetusta foto carnet), pero es la única imagen suya que nos queda”.

 

II La pasionaria y Pakal.

Pakal es quizás el más famoso de los Ahau (reyes) mayas. Lo conocí en el fabuloso Museo de Antropología de la ciudad de México. Es mejor que el Louvre, a mí no me cabe duda. De entrada, una enorme inscripción que corona una de las puertas de entrada:

 

“¿Así he de irme?

¿Como las flores que perecieron?

¿Nada quedará de mi nombre?

¿Nada de mi fama aquí en la tierra?

¡Al menos flores, al menos cantos!

(canto huexotzingo)

 

Por ahí entramos y largo rato no entendimos nada. Piezas y piezas, algunas más elaboradas que otras, todas crípticas eso sí. Ah ¡qué bonito! repetíamos como niños. Los huesos de un mamut nos sorprendieron. Eran realmente mucho más grandes que los elefantes. Luego más y más cerámica. Bonito pero incomprensible. La vida es muy corta para leer las cartillas informativas una por una. Eso pensaba yo justo antes de considerar que lo que nos estaba faltando era una buena explicación de las piezas. Entonces aceleramos el paso hasta toparnos con una guía y nos colamos al grupo. Al principio con cierto disimulo, asomando nuestras cabezas encima de los hombros ajenos, como zarigüeyas, y luego con un descaro franco producto del interés que suscitaban las explicaciones. ¡Qué tremenda experiencia! La señora, la guía, caminaba soberbia con sus 70 kilos y su metro 59. Su pelo rojo, sus labios rojos y sus pendientes de plata insistían en su personalidad apasionada. Puro coqueteo… pero con la historia, con los vestigios. Nos explicó algunas piezas de la cultura teotihuacana y otras tantas de la cultura Maya. Las seleccionaba meticulosamente. Sobre la marcha. Cuando terminaba la explicación de una pieza, ubicaba su mano en posición reflexiva y se dirigía hacia la próxima pieza, como si estuviera componiendo una obra, una sinfonía. No se repitió, y ahondó diestramente en ciertos detalles significantes. Quedamos colmados, conmovidos (piensen en el calendario Azteca) cuando ella en un momento dado,  sin ningún rodeo, dijo que hasta allí llegaba el recorrido.

 

III Fernando

Fernando Martinez se llama quien fuera mi compañero de comilonas y cotorreos. Con este tipazo descubrí las delicias del centro de México. El Escamole, riquísimas larvas de hormiga. O el Mole poblano. Y qué decir del Caldo de Birria, vacuna versión mexicana del encebollado. Con Fernando comí de todo. Tacos al pastor, chapulines, y más tacos. De cachete, tripa, ojo, sesos…Las tortas es lo más barato. La cubana tiene cuatro tipos de embutidos. Pero lo más sorprendente de la gastronomía mexicana es probablemente el tamal. Los desmesurados (¡la pirámide del sol!) lo meten adentro de un pan. Pinches mexicanos, ni que fuera salchicha. Tamal envuelto en pan de hotdog, piénsenlo.

Cuando caminábamos rumbo a los taquitos hablábamos de fútbol o sino él me contaba sus penas o malos chistes que yo celebraba. Fernando es un tipazo y tiene buen gusto. Sufrió como un condenado por mi mejor amiga en México, la Evita María Rivadeneira, otra ecuatoriana a la deriva por Latinoamérica.

Y a mí me acogió como a un hermano. Me nombró embajador ecuatoriano en Teotihuacan. Hubo ceremonia de investidura. El orden del día involucraba pulque a las 12 del día, ascenso y sacrificios rituales en la pirámide del sol, y por la noche comilona con toda su familia, ¡qué amor de gente!. A Evita la quiso nombrar princesa de Teoti, pero ella no se dejó.

«La fiesta de mi matrimonio con Eva va a durar tres días —decía Fernando—, así es acá, cabrón. Y luego nos iremos a instalar a Ecuador, al valle de Tumbaco del que tanto me hablan. Seremos vecinos tu y yo. Allá criaré a mi hijo Cuautehmoc Martinez Rivadeneira. Va a ser zurdito y habilidoso como su papi. Y la segunda criatura más bella del planeta, después de su mami».

 

IV Pirámides a 40 grados

El día anterior habíamos visitado las ruinas de Palenque donde gobernó Pakal. Es un sitio arqueológico en el cual el turista visita unas 25 construcciones ancestrales, es decir apenas el 2% del total de la ciudad antigua. Eso quiere decir que hay más de 1.000 construcciones cubiertas por la selva. En Palenque hace un calor deshidratante. Se suda tanto y  se suda sin vergüenza alguna, pues todos sudan copiosamente. Uno compra su botella de agua (bien helada, por favor) y se hace al dolor de la ropa permanentemente húmeda, de las gotitas de sudor en la nariz o en la frente, dependiendo de las personalidades. Qué problema que se te cuele sudor mezclado con bloqueador solar en los ojos. Toca sacrificar una dosis del agua para limpiarse la cara. Sin querer o queriendo uno termina pareciéndose a un verdadero explorador. Gringos auténticos o por antonomasia turística, todos terminamos adquiriendo una dignidad estética (tierra, sudor y calzado aventurero) y ética (ahí te quiero ver subiendo 5 pirámides a 40 grados de temperatura).

El día anterior habíamos estado en Palenque, decía, y ahora nos adentrábamos en tierras lacandonas (turismo administrado comunalmente, ¡qué contraste con Cancún!), nos dirigíamos a Yaxchilan. Tocó madrugar a las 5. Por supuesto yo iba durmiendo en la Van, ya había amanecido y avanzábamos en una pradera chiapaneca. Mi cabeza estaba apoyada en el vidrio, por lo que el temblor de los baches me hacía despertar de mi sopor a cada rato, y en eso, en uno de esos sobresaltos, abro los ojos y vislumbro en medio del llano una colina en forma perfectamente triangular, piramidal más bien dicho, y luego otra, y otra más. El viaje fue ajetreado, y los micro sueños más bien perturbadores. Aparecían mis ex novias vestidas con piel de lagarto, todas sudaban y era de noche.

 

V Autoflagelación

Ipso facto la señora perdió el habla. Antes gritaba con emoción mientras se lanzaba al agua en un planchazo doloroso, que me provocó risa, risa rápidamente censurada por la moral mirada de mi padre. Yo me sumergí en el agua, desapareciendo de la situación, pensando en las distancias culturales. Bajo el agua me imaginé que la señora provenía de un país desconocido, y que el planchazo quizás era cultural, ritual, una autoflagelación de sentidos trascendentes. Pensamientos vanos pero divertidos, sobre todo cuando uno bucea y no escucha nada más que sus propios pensamientos.

Cuando emergí de nuevo pude constatar que un pequeño alboroto se había formado en torno a la señora que practicaba los planchazos. Ella se tapaba la boca y señalaba un lugar específico del agua. Agarraba piedritas y las lanzaba en ese punto. Intuí que algo se le había perdido en el agua. Pocos segundos después la terrible noticia se confirmaba en retazos robados de una conversación ajena (parar la oreja, que le dicen): a la señora se le había perdido la dentadura postiza. El vínculo con su mutismo se me hizo evidente al tiempo que una pregunta emergía: ¿quién estaría dispuesto a salvarla de esta terrible situación?, pensé, y luego corregí: y ahora, ¿quién podrá defendernos? Se me cruzó la idea de asumir el protagonismo heroico que demandaba la situación. Al fin de cuentas, me gusta bucear, practico apnea y las chicas en bikini comenzaban a amontonarse en torno a la situación. Pero el que mucho piensa poco hace, y la respuesta a mi pregunta llegó caminando con aire sobrado. Era el mismísimo Aquaman en versión chiapaneca. Una reminiscencia de lagarto centroamericano. Su fornido torso, su cuello inexistente y su piel morena decorada con gotitas de agua luminosa lo delataban. Sus manos parecían aletas. Se acercó, se puso los goggles de snorkeling y se sumergió. Al tercer intento salió la dentadura del agua, y luego la mano de Acquaman y luego su brazo, y su cabeza y luego el torso, y así. La señora del ritual del planchazo se dio la vuelta y en un gesto lleno de pudor se colocó el aparato bucal. Enseguida, como para agradecerle algo a los dioses o como para no darle chance al destino, empedernidamente, testarudamente, porfiadamente, tozudamente, se lanzó en el planchazo más brutal de la jornada.

 

VI Recuerdos regalados.

De México traje muchos recuerdos algunos perecibles otros menos: 3 kilos de tortillas, máscaras de luchadores y dos botellas de tequila. La primera la compartí con la familia de mi madre y la segunda con la de mi padre (dos familias: dos almuerzos semanales, dos navidades, dos botellas de tequila, no una).

No es que siempre haya una víctima del tequila, pero casi. En estas dos celebraciones así tuvo que suceder. En mi materna recibida, mi abuela, sería la emoción, el cariño acumulado, se pasó de copas, y terminó llorando. “Tu abuelo se nos fue, pero estaría orgulloso de ti, pero ya sácate esos aretes”, me aventó conmovida.

Donde mi padre en cambio fue una querida tía. Mismos síntomas iniciales: emoción y algarabía. “Yo no solo te quiero, sino que te interpretó”, me aventó en palabras llenas de corazón. La verdad es que mi tía es un genio, y sabe tanto de Historia. Si yo fuera emperador ella sería mi mariscal. Es incorruptible políticamente y es una republicana irreprochable. Esta tía, después de un par de tequilas ofreció un espectáculo de mala borracha. Cuando por fin nos negamos a servirle más del brebaje azteca, nos miró penetrantemente a los ojos y aventó al shotcito artesanal de Oaxaca al piso. Mi primo, dueño del tan preciado vasito, quedó desconsolado. Por poco y se arrodilla en torno al cadáver.

Antes, mi tía me habló de mi abuela materna a quién conoce. Las conexiones se me hicieron evidentes y fugazmente pensé que la vida está bien hecha (yo también ingerí el mítico brebaje). Tu abuela, dijo, es una Lizarzuburu. Es una familia anti-liberal por excelencia. Lucharon contra Alfaro en la cordillera de Riobamba. Tu tío-tatarabuelo juntó a un ejército de 7.000 hombres para frenar a la Revolución Liberal. ¡Entérate, hombre!

 

VII Retorno

Hay en un viaje momentos de ligereza. El día, los días, de la despedida no entran en ese registro.

El retorno es inminente. Iconografías del melodrama se multiplican. Abrazos, últimos abrazos y nudos en la garganta. No me termino de acostumbrar a esos momentos, no me termino de endurecer. Contener las lágrimas. Ya estamos viejos para tanta cursilería, me repito autocensurador. Mónica sí que llora. Se lo permite. Es que nos hemos acercado muchísimo. Mi primito se despide rápido y se va a esconder al cuarto. Quizás allá se deja emocionar. Yo hago lo mismo, salgo rápido arrastrando 23 kilos exactos de maleta, y me escondo, mojigato, tras la puerta. En silencio, par gotitas ruedan por mi cachete. En el taxi, como decía, las conclusiones se desenrrollan. El taxista habla y habla. Es una diatriba contra el mal gobierno. “Aham, aham, órale”, respondo como autómata, mientras, envuelto en reverendo sentimentalismo purgador, miro por la ventana a la ciudad de México que transcurre. Va quedando atrás o yo voy quedando adelante.

¿Siempre se toman los vuelos de regreso por la noche?

Si no es así, así debería ser. Lo bueno de tan oscura imagen, es que al Ecuador se llega por la mañana. Si el augurio es bueno te recibirá con nevados despejados o con impenetrable neblina. Superado esos sobresaltos, darás tus primeros pasitos querendones en suelo patrio. La vida retomará pasito a pasito su normalidad morosa. El grado cero de estos días se irá desvaneciendo, y en la Vicentina recordarás sonriente a los taquitos, y les compartirás a tus amigos, que México es el país con los mejores agachaditos del continente.

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